El estío azota con dureza el secanal del Morrón, en Cieza |
Por entonces esa palabra no era de uso corriente; no es que no existiera (existía desde tiempos de los romanos), sino que se hacía rara y desconocida, al menos para mí, que me hallaba todavía en la burbuja del Instituto, adoctrinado sin problemas mediante la asignatura de «Formación del Espíritu Nacional» (sin problemas porque luego cada cual salió con sus ideas propias y al Señor Mendoza lo recordamos como un profe amable).
Por aquel tiempo había una división territorial de España que no era exactamente política ni administrativa; la única división administrativa era la provincia, con su diputación, su gobierno provincial y su gobernador civil, que era quien cortaba el bacalao y decía a un alcalde: oye tú, que te largues, y ponía a otro por todo el dedo. De modo que la división de las regiones no servía para mucho, era como algo histórico más bien, o folclórico, para competir los coros y danzas. En ello había cosas chocantes: la provincia de Albacete pertenecía a la región de Murcia y las de Santander y Logroño a la de Castilla la Vieja. Por eso me sonaba un poco rara la palabra, «Cantabria», pero allí nos juntábamos algunas tardes para tomar unas mistelas, porque en aquel pueblo era lo que más se bebía, mistela; no se pedía cerveza ni vino en los dos o tres bares que había, no se tenía por costumbre eso; y al entrar en «el Cantabria», con su mostrador de madera y sus mesas de mármol, se percibía un aroma endulzado, atractivo, que daba gusto.
No muchos años después volví por Ramales y la gente ya pedía cerveza como en todos sitios; no sé por qué se había perdido de pronto la vieja costumbre de aquellos vasitos diamantinos, que el camarero llenaba de mistela hasta el borde. Pero en 1972, la primera vez que llegamos a Ramales de la Victoria, aquel era un mundo nuevo para nosotros: sus vacas tranquilas, sus prados verdes oliendo a heno recién segado y con hayas frondosas desperdigadas, su río Gándara, de aguas bravas en invierno, con su «lecho de piedras pulidas como huevos prehistóricos» (tal que Macondo en los inicios de «Cien años de soledad»), que orilleaba el pueblo hasta unirse con el Asón, que traía otro curso de agua de otro valle y otras montañas; con su carretera que atravesaba el pueblo en dirección a Castilla, por donde pasara el emperador Carlos V, abdicante en Bruselas a mitad del siglo XVI, con todo su séquito camino de Extremadura, que tardó dos meses en cruzar España (no había prisa, era un elefante más en busca de la paz de su moridero en Yuste); con su montaña más icónica, el Pico San Vicente, que a mí tanto me recordaba el de la Atalaya de Cieza; con su placita del pueblo, trapezoidal, creo, y el templete de la música en el centro; con sus muchachas de pueblo, arracimadas por la tarde en los bancos esperando nuestra llegada, cada uno procedente de una parte de la piel de toro y aún de las islas Canarias; y con su bar, «el Cantabria» (allí mismo en la plaza, a cuatro pasos de la iglesia de San Pedro), con un poco de serrín en el suelo para absorber si cabe los derrames por descuido de las mistelas alegres y rebosantes.
Sin embargo, que yo recuerde, no era este un bar musical, sino de puertas abiertas, con terraza de mesas y sillas donde se sentaban las familias después de salir de misa mayor los domingos. El bar musical, para la juventud más bien, estaba unas calles más atrás, no muchas porque te salías del pueblo. Allí nos metíamos ciento y la madre, y había una máquina tocadiscos de aquellas que echabas una moneda de duro o de cinco duros y marcabas las canciones que querías con unas teclas y según unas «coordenadas», es decir, F12, E21 o L9, por ejemplo. Leías en la lista: Maritrini, «Yo no soy esa»; Los Diablos, «Oh, oh, July», o Micky, «El chico de la armónica», y marcabas la letra y el número de las que querías escuchar; si metías más perras podías seleccionar más canciones de una tacada. Entonces un artilugio mecánico muy bien calibrado, un robot autómata que podías ver tras el cristal, desplazaba su brazo y cogía el single de 45 rev/min. de cada canción solicitada y lo llevaba al tocadiscos, que, suavemente, descendía su cápsula con su aguja de diamante y se posaba como una mariposa sobre los primeros surcos del vinilo y empezaba a sonar. Mistelas y música, chicas procedentes de otros lugares: de Madrid, de Bilbao, o de pueblecicos de por allí, o de la capital, Santander, que estaban allí con alguna abuela, con alguna tía, aprovechando la temporadita veraniega en el precioso pueblito montañero, y a la querencia más que nada de nuestro campamento de espeleología: una inundación de muchachos todas las tardes, uniformados, con valores de respeto, de «la OJE eres tú» y de «vale quien sirve».
El cine era el Asón, una salita no muy grande, rectangular, sin palcos ni florituras como los que sí tenía nuestro coqueto Teatro Galindo. El Asón era uno de aquellos cines de pueblo donde ponían películas censuradas y marcadas con números y «erres» (de «reparo») por los curas para alertar a la feligresía pazguata. El último día me aligeraron la cartera; solo me quedó algo suelto por los bolsillos, y, después de borrarme la pena bailando aquella tarde con una chica nueva que llevaba un vestido blanco que pesaba menos que el aire, me marché hacia la plaza; allí un compañero, que no llevaba dinero ni para hacerle cantar a un ciego, me pidió cinco duros para comprar una botellica de mistela en «el Cantabria», como souvenir para traerse a Cieza, y nos metimos los dos a ver una peli en el Asón. Pero quiso el demonio que se le cayera al suelo la jodía botella, se rajara y se fuera rulando por el suelo, sala abajo, esparciendo mistela y llenando el cine con un aroma dulce y embriagador (nunca mejor dicho).
©Joaquín Gómez Carrillo
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