Flor del tabaco (imagen de archivo) |
Pasa el día, desde mi ventana lo veo. Pasó la Semana Santa, la fiesta más colorida del año, con las calles de Cieza a rebosar de nazarenos y el aire poblado de músicas y tambores, pero no este año. Esta Semana Santa ha sido triste, apagada, silenciosa, porque España está de luto (no hacen bien quienes sacan aparatos musicales por los balcones para meter bulla, no estamos para celebraciones ruidosas). Pasa el tiempo, más de un mes confinados en casa, protegiéndonos y protegiendo a los demás; quedarnos en casa, aparte de ser una observación legal obligatoria, es un acto solidario: permanecemos sin salir, por nosotros y por los demás. Y pasan los días. Y somos conscientes de que existe el sufrimiento, en las casas de los contagiados, en los centros de urgencias, en los hospitales y en los cementerios; nuestro aplauso sentido para ellos, para los que se debaten con esperanza en las UVI y para los que han perdido la partida; para los que aguantan en casa, enfermos sin diagnosticar, y para los familiares de estos que viven con la zozobra y el miedo. Nadie tiene una varita mágica, pero nosotros tenemos una obligación: permanecer en nuestras casas, aunque tengamos que salir, muy de tarde en tarde, para comprar lo necesario e imprescindible, a pesar de que muchos comercios se ofrecen a llevar la compra a domicilio; aplausos para eso comerciantes, que arriesgan para hacernos más cómodo el confinamiento (en sus cortos beneficios de autónomos, si es que los tienen después de afrontar pagamentas en esta crisis múltiple, no se remunera el riesgo).
Pasa la mañana, y escucho la llegada de los camiones de la logística, que aprovisionan de todo a los supermercados; aplausos para esos camioneros, que arriesgan trabajando para que no nos falte de nada, sin que en su sueldo vaya el complemento del riesgo. Y escucho la entrada de todas las dependientas y los dependientes del súper que hay en mi calle: las chicas y chicos de la pescadería, de la panadería, de la carne y la charcutería, de las frutas y verduras, las cajeras, las chichas y chicos que reponen constantemente los productos en los estantes, los cuales tratan siempre de forma amable a los clientes; grandes aplausos para ellos, que se arriesgan al contagio en su jornada, aunque en su sueldo, seguro que no va el complemento del riesgo que corren. Aplausos también para los trabajadores de todos los sectores esenciales, como lo son las personas que van todos los días al campo, arriesgándose al contagio sin que en su suelo vaya incluido ese riesgo.
Pasa el día y los clientes hacen cola en la acera, mujeres y hombres con sus carritos de la compra, que dejan su espacio entre cada cual, pues tienen miedo (aplausos para los comportamientos cívicos responsables). Todos tenemos miedo, todos de todos, pues las autoridades dicen que hay, tan solo en la Región de Murcia, decenas de miles de personas «enfermas dudosas» sin diagnosticar en firme, las cuales conviven con familiares, y podrían ser cuarenta o cincuenta mil personas en suma. ¿Cuántas de todas esas personas pueden ser contagiadas del virus y, por tanto, portadoras de la pandemia? No se sabe. Por eso hay miedo en la sociedad; aplausos también a las personas que, siendo dudosas y sin diagnosticar, porque no hay galenos suficientes ni medios técnicos, se mantienen en cuarentena voluntaria en sus casicas.
(Hay que tener claras las situaciones y las palabras: confinados somos todos por decreto del Gobierno, aunque podamos salir a comprar lo imprescindible o a trabajar en su caso; en cuarentena, en cambio, deben permanecer las personas diagnosticadas positivas en firme y sus acompañantes de vivienda, y las personas dudosas con «telediagnóstico positivo», por teléfono, y sus acompañantes de vivienda; y éstos, los que están en cuarentena, no deben salir de su domicilio en ningún caso, pero, ¡ay!, como no va a haber un policía en la puerta, hemos de confiar en la conciencia y la responsabilidad de todos ellos, ya que cualquier portador del virus, aunque esté asintomático, puede contagiar a otras personas, que en caso extremo pueden llegar a morir; ¿alguien quiere soportar eso en su conciencia?)
Pasa la mañana (hoy, día 14 de abril), lluviosa. A ver si esta agua bendita del cielo se llevara el virus al infierno, de donde quizá haya salido, si es que no se ha escapado de los laboratorios secretos, de los matraces de vidrio pírex calentados por mecheros Bunsen, donde científicos divertidos, cortan y pegan las cadenas de ADN de los coronavirus como si fueran cromos; si es que no ha sido producto de una fuga incontrolada, de un accidente imperdonable, de un Chernobyl planetario. Pasa la tarde, en fin, y llega el momento de las palmas. Más aplausos. ¡Palmas para todos!, para el personal sanitario, que se deja la piel y la salud, y en muchos casos la vida (no importa si en su sueldo llevan el riesgo) para salvar las de los pacientes. Palmas para las fuerzas y cuerpos de seguridad, que se desvelan por cumplir con su obligación (vaya o no el riesgo en su sueldo). Palmas para los militares, que ayudan y arriesgan su salud, aunque en su sueldo, indudablemente, va el riesgo. Palmas para todos los voluntarios de protección civil y de otros colectivos, que arriesgan por los demás sin cobrar sueldo ni complemento de riesgo alguno. Palmas para las ONG que asisten a las personas necesitadas y cuyos voluntarios que trabajan en ellas, ni remotamente cobran plus de peligrosidad. Palmas para Cáritas, que tanto «descanso» deja a las administraciones al hacerse cargo de cubrir necesidades asistenciales de muchas personas, sin distinción de raza ni credo, y cuyos voluntarios dan su trabajo por nada. Y palmas a los comedores de la caridad cristiana, que dejan «tranquila» la burocracia administrativa y, aun en situaciones de riesgo siguen dando de comer al hambriento, y cuyos voluntarios ¡ni por asomo! cobran complemento de riesgo. Palmas, palmas, palmas.
©Joaquín Gómez Carrillo
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