Huertas junto al Paseo Ribereño, con el Pico de la Atalaya al fondo |
La primavera ha vestido de luz y verdor el paisaje en Cieza. La poca lluvia, muy bien caída, y siempre bien venida, ha vuelto agradecido el monte de los atochares, de los romeros y de los pinos. La tierra es amor que da siempre más de lo que recibe. Y el río, que nos abraza y nos lleva, ofrece a los paseantes sus aguas limpias, sus arboledas y sus tiernos cañaverales. ¡Qué hermosura al disfrute de la gente…!
Lo mejor de Cieza es el río. El río Segura, antes bravo y torrencial, que lo mismo se veían en él las piedras de su lecho, que este se metía por la huerta en voraz riada como un aprendiz de Nilo. Lo mejor de todo es el río (mi abuelo Joaquín bajaba por la sendica del cañaveral y llenaba su cántara en la orilla). “Agua corriente no daña diente”. El agua del río era limpia y pura, y la gente la tomaba para beber, ya fuera del propio río, ya de las acequias –de las de “abajo”, pues en las de “arriba” estaban los “entraores”, para abrevar los animales, o para el lavote y el fregote de las mujeres. Era la vida de entonces. En el buen tiempo, en las hora de la siesta (La Brujilla, Perdiguera, el Ginete, la Torre…), las mocicas bajaban a hacer la colada y se metían a la “cieca” con las enaguas (en-aguas), y las prendas blancas flotaban entonces en sus cuerpos como flores de nenúfar.
Aquí una vez le pagaron un dineral a un “tío listo” para que nos dijera qué era lo mejor de Cieza. Pues nosotros nos habíamos quedado atrancados en aquello de “Tres cosas hay en mi pueblo que no las hay en España: El Santo Cristo del Consuelo, el Castillo y la Atalaya”. El hombre era de Bilbao y dijo que sin lugar a dudas era el río lo mejor de Cieza; pero añadió que los ciezanos no lo sabemos apreciar ni explotar. Mi abuela Teresa, cuando el río bajaba “chocolatero” por las avenidas, iba a lavar la ropa al Borbotón. ¡Qué delicia…, el Borbotón! Y qué misterio, oye; cómo nace esa agua cristalina levantando las chinicas del fondo… Sin embargo, cuando los de la Confederación apuran la capa freática del sinclinal con los “pozos de sequía”, el Borbotón se agota y cesa de manar la pureza de su agua. Luego, ¡gracias a dios!, se recupera y vuelve a surgir.
Miren, no puedo con la gente que daña y ensucia el paisaje de nuestro río. Hay gente que por donde pasa “va apestando la tierra”. Tiran bolsas de plástico, botes de bebidas, paquetes de tabaco, envases tetrabrik, colillas y otras inmundicias. Hay gentes que son capaces de transportar hasta la orilla del río, y arrojarlos allí, enseres viejos, basuras domésticas, cachirulos de plástico y objetos contaminantes. ¿Qué pasará por sus cabezas de pollo? ¿Qué idea tendrán en sus minúsculos cerebros de gallina? ¿Acaso pensarán que otros tienen la obligación de recoger su basura?, ¿qué sus enseres se desharán con el viento y serán devorados y destruidos por la naturaleza? ¿O es que le parecerá normal que la hermosura de nuestro río se torne en sucio vertedero? No sé. Es un misterio para la psicología.
Antes había un sentido ecológico más humanizado. No existía el ecologismo de despacho, pero sí un conocimiento práctico de la utilidad de las cosas, del beneficio de saber cuidar la naturaleza y aprovecharse de ella. También es verdad que antes no teníamos la maldición del plástico y de los envases. Antes se vendía todo a granel y envuelto en papel de estraza; y te sentabas a almorzar en la orilla del río y acaso dejabas tan solo una corteza de naranja pelada en espiral de una sola pieza. Mi padre, cavando su tierra, cerca de la Casa de la Campana, me mandaba llenar el botijón en la acequia de la Andelma, poblada entonces de barbos, que los huertanos atrapaban con sus manos al abrir un “escorreor”. Y en el río, cuando íbamos a bañarnos, podíamos abuzarnos a beber con las manos entre las aneas, apartando, eso sí, los escarabajillos de agua.
El “tío listo”, vino, vio y venció; cobró una pasta y se fue tan pimpante. Sin embargo, cuando este fulano fue mandado traer al pueblo a que nos diese sopas con honda, ya sabíamos que lo mejor de Cieza era el río (“para ese viaje no necesitábamos alforjas”). Pero también es verdad que puso su dedo en nuestra yaga: no sabemos valorar el río. En general no valoramos bien lo que tenemos, que es mucho. Aquí llega la gente de fuera y se queda maravillada (yo hice un poquillo de anfitrión el otro día con una pareja que había venido de Elche, y me decían: ¡qué hermosura de río!) Sí señor, fue un acierto la construcción del paseo ribereño, pero hace falta que le dediquen un poquito de cuidado. No sé: sanear árboles enfermos, replantar aquellos que se secaron, limpiar las malezas, regar las plantas en los meses de sequía, colocar algún banco más; incluso poner algún aseo para quién lo necesite…, etc. Y vigilar el tema de las basuras.
Somos bastantes los incondicionales, mujeres y hombres, que vamos al río todos los días. Algunos, preocupados, o indignados, me dicen: “Tú que escribes…” Y yo respondo que ya lo he manifestado en tantos artículos, pero no hay nada que hacer. Es nuestro sino, el sino de los ciezanos: que se construyan las cosas para luego dejarlas y ver cómo se deterioran. Y mira que es la mejor zona de uso y disfrute de Cieza: el paseo ribereño. Pero ahí está.
©Joaquín Gómez Carrillo
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