La carretera del cielo, con los glaciares al fondo |
Treinta y un años, nos dijo la mujer que llevaba en aquel lugar; se ve que los va contando. Y no es para menos. ¿Ustedes se acuerdan de la Heidi en los Alpes suizos, con Pedro y las cabritas? ¡Menudas montañas, de cumbres nevadas y profundos valles cubiertos de bosques de abetos y minúsculos prados “plantados” de vacas!
La cosa es que mi hija Victoria Elena, que vive y trabaja de arquitecta en Bellinzona (un bello e histórico pueblo, capital administrativa del cantón suizo del Ticino), me sugiere desplazarnos hasta Berna una mañana en que el cielo se ve diáfano, azul intenso, rasgado solo por las elevadas cumbres montañosas.
Ella conduce su coche por la autovía que corre hacia el norte, en dirección a Zúrich, a través de un amplio valle muy poblado de núcleos urbanos y casas desperdigadas, que a veces se agarran a las laderas, donde parece imposible acceder, salvo por sendas de mulas. Abundan los túneles, pues el terreno es muy accidentado y la única forma de ganar líneas rectas o curvas suaves es perforando el subsuelo.
De lejos empezamos a columbrar al fondo el gran “parapeto” montañoso de cumbres con nieves perpetuas del “San Gotardo”. Allí estaba desde hace siglos, y está todavía, el terrible paso, quebradero de cabeza desde la antigüedad para establecer una vía de comunicación, a más de 2.000 metros de altitud, entre la parte norte de suiza, desde que ésta se formara en la Edad Media con la unión de “los tres cantones”, y la parte sur e Italia. Pero desde los años ochenta no hay problema; un moderno túnel de 17 kilómetros de longitud atraviesa las entrañas de las imponentes moles rocosas. (El del ferrocarril es un poquico más largo: 57 kilómetros).
A la salida norte del San Gotardo, cambian radicalmente los letreros. Hemos entrado en el cantón suizo de Uri, de habla alemana. Se acaban los nombres suaves y casi musicales del idioma italiano en el Ticino. Ahora son palabras extrañas y de difícil pronunciación. Continuamos atravesando túneles más cortos por un valle estrecho, profundo y sombrío. Al llegar a Wassen, pueblajo donde no se ve un alma por la calle, dejamos la autovía y, por gusto y por atajar hacia Berna, tomamos una carretera de alta montaña en dirección a Interlaken, al parecer una ciudad de cierta importancia en esa región que atemoriza al viajero por su grandeza.
La ruta es buena y perfectamente señalizada. Aquí y allá hay vehículos de senderistas (es domingo) que tienen el arrojo de atacar las abruptas laderas. Ascendemos, y la cinta de asfalto curvea como si fuera la carretera del cielo. Yo no paro de disparar la Canon a través de la luna del coche. Imponen los glaciares, se lo aseguro, y el paisaje pelado, lunar, donde el frío en invierno ha de morder las carnes como una fiera. Son los Alpes puros y duros, los que intentó cruzar Aníbal con su ejército a lomos de elefantes, siglos antes de que Jesucristo anduviese por el mundo.
Cada muchos kilómetros, los carteles nos recuerdan que vamos bien: hacia Interlaken. Luego de un rato largo bajando por la otra vertiente del macizo montañoso, cuyas aguas van a parar a la cuenca del río Aar, el mismo que cruzará, caudaloso, por mitad de Berna, entramos de nuevo en la línea arbórea, en los bosques de abetos; y, aunque el valle es sombrío y sobrecogedor, empezamos a ver civilización: casas de madera, como la del abuelo de Heidi, y algunas vacas tras las vallas de alambre.
El bar restaurante, con habitaciones, es un bonito local alpino, todo de madera. Habíamos parado el coche para darnos un respiro después de tanta emoción y habíamos entrado en busca de tomar algo caliente. Cuando pedí un té verde (así, en español), ella respondió “sí, té verde” (en español también). “¿Hablas español?”, le pregunté. “Soy española”, dijo. Era gallega para más señas, de Santiago de Compostela. Y confesó en un español con acento, germano ya más que santiagués, que llevaba treinta y un años entre aquellas montañas, donde la única válvula de escape hacia un centro urbano es recorrer cuarenta kilómetros hasta la ciudad de Interlaken (se llama así porque está entre dos lagos, cuyos nombres no escribo por temor a equivocarme).
Después, antes de orillear el primero de dichos lago, observo que el río Aar, a la altura de un pueblete llamado Innerkirtchen (ya les digo que los nombres son impronunciables), se escapa del valle por un estrecho cañón de paredes vertiginosas, forradas de vegetación, por lo que nos detenemos unos minutos y, pillando de improviso el velo ingrávido de la niebla, tomo unas fotografías de urgencia.
Luego, ya en la famosa Interlaken, a donde parece que llevan todos los caminos a juzgar por los indicadores que vemos en diversas carreteras y autovías en muchos kilómetros a la redonda, vuelvo a disparar la Canon a placer, pues, ¡oh, maravilla!, llueve del cielo sin parar una invasión de parapentistas. Al parecer, de la alta cima de una montaña cercana van despegando, y, como la mañana es soleada, aprovechan las térmicas (capas de aire caliente que se elevan) para trazar con pericia círculos y piruetas sobre la ciudad, y, finalmente, exhibiendo los llamativos colores de sus parapentes, posarse de forma suave, cual mariposas, en un gran parque de césped, exento de arbolado.
©Joaquín Gómez Carrillo
No hay comentarios:
Publicar un comentario