Vista parcial de la Playa de la Concha, en Suances (Cantabria). Al fondo, la desembocadura del Saja |
No sé si recuerdan ustedes aquello de San Agustín y el niño que estaba sacando agua del mar con una concha y echándola en un pocito en la arena mientras él pensaba en el misterio de Dios Trino. Yo ahora no estoy seguro qué cura del instituto nos lo refirió un día con un sentido filosófico. Pues aquellos hombres de dios, como Don Antonio Salas, se esforzaban, no tanto en formar fieles para el catolicismo oficial, como en desasnarnos del oscurantismo social en que naufragaba nuestra adolescencia.
Hará cinco años que estuvimos la última vez en Suances. Dicen que Suances es el mar de los palentinos –como La Manga lo es, o lo era, de los madrileños. Pues desde que hicieron la magnífica autovía que va de Tordesillas a Torrelavega, los de Palencia llegan a las playas del Cantábrico en un santiamén. Antes, en cambio, cuando íbamos a Cantabria (hablo de los viajes en familia), en Burgos había que tomar ya carretera nacional, bien la del Puerto del Escudo, que desciende luego por el Valle del Pas y pasa por Puente Viesgo, bien echándonos por Aguilar de Campoo. (Miren lo que nos pasó una vez charlando en un café de la capital burgalesa, camino del norte: Al comentar que éramos de Murcia y que por unos días escapábamos de las temperaturas sofocantes y de la “pertinaz” sequía que atenaza todos los veranos esta tierra, saltó un camarero y refirió que en un viaje que hizo una vez con unos amigos a nuestra Costa Cálida, pasaron por “un pueblo que se llama Cieza” –bien se acordaría el hombre– y que estando comiendo en dicho pueblo, se formó una nube de truenos, que no había visto jamás en su vida caer tanta agua, dijo. Lo que son las cosas... ¡A él le íbamos a convencer de que por aquí llueve poco...!)
Yo ya no estoy muy seguro de si fue en Suances o en Laredo donde conocí el mar. Recuerdo que el autobús que nos había trasladado a visitar la Cueva de Altamira, curveó luego entre suaves colinas por una carreterilla estrecha flanqueada de aceberas y, de pronto, ahí estaba, ¡espléndido!, batiendo incansable los perfiles rocosos de la costa desde que el mundo es mundo. De aquello no calculo con exactitud el tiempo que hace, pero sería a principios de los setenta, cuando yo, un adolescente espigaducho, andaba descubriendo el mito de las cavernas y pasé un mes entero formándome como espeleólogo en Ramales de la Victoria (Allí la OJE de León hacía todos los años el famoso “Campamento nacional de espeleología”, en un hermoso prado verde sombreado por inmensas hayas a orillas del río Gándara, afluente del Asón). Cantabria es toda de suelo calizo, y hueca por dentro como un queso de gruyere. ¡Un paraíso para los espeleólogos!
Hay dos playas principales en Suances: la de la Concha y la de los Locos; y en mitad de las dos, un alto promontorio de impresionantes vistas que remata con un faro sobre el acantilado. (No me he vuelto loco equivocando con la de Suances la famosa bahía de San Sebastián, no; es que ésta del pueblo cántabro también se llama “Playa de la Concha”, y, aunque con menos rumbo y menos historia de la realeza que veraneaba en el Palacio de Miramar, no le va a la zaga a la playa vasca). La última vez que estuvimos allí estaba la marea baja y las aguas se habían ido allá adentro, pues en el Cantábrico hay una gran diferencia entre la pleamar y la bajamar. De esto aún no han pasado cinco años, pues fue el último viaje que hicimos Mari y yo; por eso atesoro tanto el recuerdo. Veníamos aquel día de visitar una de las cuevas más impresionantes de la zona: la del Soplao. (Ya les relaté en mi artículo “La Isidra”, la fascinante historia del hallazgo de dicha caverna por unos mineros, que intentaron esquivarla hasta con cinco galerías distintas y siempre daban con la enorme gruta).
Así que, con la visión del niño que transportaba agua en la playa, me vino a la cabeza la parábola de San Agustín. Y recordamos entonces que años atrás nos habíamos bañado allí con nuestras hijas pequeñas. Aunque esta vez paseamos los dos solos por arriba del promontorio, haciendo fotos y contemplando ambas playas: la de los Locos, plagada de surfistas con sus tablas, y la de la Concha, inmensa, de arena fina, que se extendía hasta la desembocadura del Saja; y entonces observamos al niño allá abajo. No levantaba más de cuatro palmos del suelo y, con un pequeño cubo de plástico en la mano, corría increíblemente rápido hasta la línea del agua, alejada por la bajamar; lo llenaba y regresaba otra vez corriendo hasta el lugar donde estaban las mujeres y lo vaciaba. Repetía los viajes una y otra vez, una y otra vez..., incansable, como las propias olas del mar.
Luego nosotros, sin resolver el misterioso afán del niño, como bien lo hiciera aquel Santo hace ya la tira de siglos, continuamos disfrutando con ilusión nuestro viaje, ignorando, ¡qué lástima!, que tan solo unos meses después ella tendría que iniciar el definitivo.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 23/07/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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