Castelgrande, en un promontorio rocoso en mitad de la ciudad de Bellinzona (Suiza) |
El ferrocarril atraviesa por la mitad el lago Lugano y continúa hacia el norte de Suiza en dirección a Zúrich. Pero la mañana en que yo regresaba al aeropuerto de Bérgamo, en Italia, para tomar el vuelo de vuelta a casa, mientras amanecía perezosamente un cielo gris, el tren iba dejando atrás pequeños núcleos urbanos y, diseminados por el valle, chalets con cuidados jardines y vehículos de alta gama estacionados a la puerta. Por un momento me pregunté cómo sabría en qué punto atravesaríamos la frontera italiana. Lo supe: en torno a las casas empecé a ver cachivaches y, en las paredes, pintadas, y motos; por todas partes, motos. Ya en las calles de Milán, bandadas de motos se escabullían ruidosamente entre los coches.
Sin embargo, el día antes, mi hija Victoria Elena y yo habíamos cogido el tren en Lugano para ir hasta a Bellinzona. Ella es arquitecto y trabaja allí, en un luminoso estudio, no lejos de la “Piazza del Sole”, que está al pie del castillo “Castelgrande”. (Curiosamente, la capital cantonal no es la bella ciudad de Lugano, de la que les hablé en mi artículo anterior, sino el histórico pueblo de Bellinzona). Allí tuve tiempo de recorrer los lugares: Primero, al ayuntamiento, llamado “municipio”; luego, sus calles, plagadas de relojerías (Tissot, la marca por excelencia); y después, cámara fotográfica en ristre, ataqué uno a uno los tres castillos.
Milán es una urbe inmensa y bulliciosa. Y una vez que abandoné el tren dentro de su pedazo de Estación Central, y llevando “cuidado con los carteristas”, como ya les dije que ponía aquel letrero en español en las máquinas expendedoras de billetes, salí a la calle y busqué, entre los autobuses estacionados a un lado de la imponente fachada, uno que me llevara al aeropuerto. En este, pasados los controles, tuve que recorrer la kilométrica zona franca, atestada de comercios de toda clase como si fuera el Corte Inglés. Afuera se veía estacionado nuestro avióncillo (pequeño para el gentío que se apiñaba en la puerta de embarque), al que fuimos subiendo en fila india hasta empotrarnos, los trescientos y pico pasajeros con sus bártulos, en los congestionados asientos.
En Bellinzona, un túnel excavado en la roca, que da a la referida “Plaza del Sol”, y un veloz ascensor permiten acceder en un periquete hasta el patio de armas del vasto recinto medieval. Desde las altas murallas almenadas de Castelgrande se divisa todo el pueblo a los pies, gran parte del valle por donde discurre el río Ticino y, allá al fondo, majestuosas montañas de cumbres peladas a causa de las nieves invernales de antes del cambio climático. A un lado del promontorio rocoso, las elevadas torres de la fortaleza se yerguen en el borde mismo del precipicio, mientras que por la cara sur, el castillo domina suaves pendientes de terreno amurallado, donde se cultivan con esmero ringleras de viñas emparradas con alambres.
Dispuesto para el despegue, el bufido de los reactores se enfureció de pronto y el aparato se lanzó una velocidad endemoniada por la pista; luego adoptó una ligera posición rampante y, muy pronto, vimos empequeñecerse el suelo por las ventanillas, hasta que las nubes emborronaron la geometría de los prados moteados de casas y las líneas de las carreteras; más arriba, donde el aire es gélido y el azul del cielo intenso, sólo se veían ya, lejanos y brillantes con el sol, los picos de nieves perpetuas de los Apeninos.
Desde el mismo centro histórico de Bellinzona, junto al muro de la Iglesia de San Juan Nepomuceno, una callejuela tortuosa se empina y conduce por un vericueto de escaleras hasta el otro gran castillo: el de “Montebello”, rodeado también de prados verdes y viñedos. “Oiga, ¿hay muchas escaleras para subir al castillo?”, pregunté a un fulano como dios me encaminó. “Un kilómetro”, dijo. Y ante el gesto mío de estupor, me aconsejó: “¡piano, piano!” (“Qui va piano, va lontano”. “Quien camina despacio, llega lejos”, dice el refrán). Así que saqué la Canon de la mochila y fui buscando bellos encuadres entre planos cortos de ramas de caquileros atestadas de frutos y el fondo pétreo de las murallas de los castillos.
Aún, y antes de reunirme con Victoria para ir a comer en uno de los numerosos restaurantes, tomé el sendero en cuesta hasta la última y más alta de las fortalezas: el Castillo de “Sasso Cobaro”, casi territorio de águilas. Luego a la tarde, por el contrario, descendería hasta el río Ticino, a su amplio cauce de piedras pulidas y raíces de árboles descarnadas, con signos de desbordamiento en sus crecidas primaverales.
En Alicante, ¡qué gusto!, nos esperaba un sol espléndido, propio de “la millor terreta del mond”. Entonces el piloto lanzó la aeronave contra la pista sin miramiento alguno, crujiendo todo el fuselaje como si fuera a partirse de cuajo.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 06/02/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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