La Casa del Madroñal, abandonada entre almendros secos |
De uno de los relatos de ficción, escritos a la memoria de mi abuelo Joaquín del Madroñal, extraigo un fragmento alusivo a la sabiduría y la paciencia con que él estaba dotado para contar cuentos. De hecho, éste al que me refiero a continuación se lo he contado algunas veces a mi nieta Paula, cumpliendo así con el deber de transmitir un saber antiguo que ha pasado siempre de padres a hijos y de abuelos a nietos.
El mochuelo comí
Luego, cuando pasaran los años, nos acordaríamos siempre de aquel cuentecillo del “Mochuelo comí”, que con terneza incansable nos narraba una y otra vez el abuelo Lázaro. La Hilaria a veces, en sus ratos de paz por la noche junto al fuego, también nos refería alguno de los cuentos que le habían sido trasmitidos de viva voz por sus antepasados, los cuales vivieron en cuevas, pero nunca con el misterio que ponía el abuelo en su voz, forrada de cariño, cuando iba a visitarnos a la Casa Roja. Incluso en los días postreros en que el pobre se hallaría arruinado por los años y su garganta sería incapaz de modular ya las palabras, al acercarnos a él siempre forzaría una sonrisa y dejaría escapar un hilillo de voz suave, apenas audible, que nos traería a la memoria la calidez de aquel tiempo dulce de los cuentos de la niñez.
Por entonces el hombre, recién entrado en la jubilación, y aunque castigado por las dolencias del mucho trabajar tierras ajenas, todavía era capaz de ponerse a cavar de rodillas los limonares de la hacienda de los señoritos. Y en invierno, pasada ya la Navidad (aunque “hasta San Antón, pascuas son”), solía aparecer muy temprano, envuelto en una manta mulera, montado en su burra negra, y nos ayudaba, siempre con buen ánimo, en la penosa faena de la recogida de la oliva.
“¡Quien coge su oliva antes de enero, deja su aceite en el madero!” solía decir él con voz de sabio. De manera que, cargados con las varas, los capazos, las esteras de esparto, los monos de pleita y el cesto del recado, nos encaminábamos, senda arriba, hacia el olivar umbroso: una serie de bancales con hormas de piedra encajados en un estrecho valle donde en invierno nunca se asomaba el sol.
La Hilaria, después de haber hecho la gachamiga dura para almorzar todos, que la comíamos en la propia sartén colocada sobre un corcho viejo de las colmenas, metiendo por turno cada uno su cuchara, y después de arreglar el averío de la casa, ponía a cocer las alubias en la lumbre en una ollica de barro para luego cocinar el “empedrao”, plato que como bien sabíamos nosotros, hacía los delirios del abuelo. Luego la mujer, ya con el botijón del agua a la espalda, ya con cualquier otro apichusque necesario en la faena, llegaba hasta las oliveras para sumarse al tajo.
Allí pasábamos muchos de los días crudos de enero, en el reino de las escarchas perpetuas. La Hilaria se quejaba a veces de aquella vida ingrata, cuando sus hijos, obligados a colaborar en el trabajo familiar desde pequeñicos, apenas podían articular los dedos de sus manos ateridas. Entonces el padre, hombre duro para las labores del campo al que no le arredraban jamás las inclemencias del tiempo, dejaba por un momento de varear las ramas y con un mixto suelto que llevaba por el bolsillo del chaleco encendía un chospe bajo un ribazo para espantar el frío. Pero el abuelo Lázaro, más precavido, recogía unos cantos rodados del barranco cercano y los metía bajo el exiguo rescoldo. Después, cuando éstos habían acumulado el calor en su interior, nos los entregaba, tibios, como peladillas gigantes, para que los lleváramos metidos en los bolsillos y nos aliviaran durante un rato del suplicio del helor.
Por la noche en la cocina, con la mirada fija en el primitivo espectáculo del fuego, el viejo desgranaba de su memoria algún cuentecillo, que los nietos, pegados a su lado, escuchaban con atención. Entre sus narraciones favoritas estaba aquella del “Mochuelo comí”, que era el cuento preferido del Lazarico. El hombre lo adornaba con cambios de voz y lo alargaba o resumía según iba llegando la niebla del sueño para nosotros. Pero siempre manteníamos los ojos abiertos hasta el sorprendente final, donde el mochuelo con su astucia lograba zafarse de la taimada zorra. La inteligencia, pues, era la clave para derrotar el mal.
Pues según contaba el abuelo Lázaro, la raposa había cogido un día desprevenido al mochuelo mientras dormitaba en un carasol; mas el pobre, aun viéndose mortalmente atrapado entre sus fauces, mantuvo la misma serenidad que el Santo Job en el vientre de la ballena. Entonces el ave pensó y dijo a la zorra: “Para que todos los animales del campo conozcan tu destreza y te admiren como excelente cazadora, sería conveniente que antes de dar cuenta de mí, dijeras en voz alta “¡mochuelo comí!” La raposa lo pronunció con la boca medio cerrada, pero el mochuelo, sintiendo en sus carnes los colmillos de la depredadora, le recomendó hasta tres veces que lo repitiera (“más alto”, le animaba, “dilo más alto”), pues de lo contrario no tendría éxito ni sería respetada por otros animales como ella se merecía. Hasta que, convencida por las adulaciones del mochuelo, cuando la zorra pronunció con todas sus fuerzas: “¡Mochuelo comíii!”, el animalillo pudo escapar de sus dientes y, volando a gran altura, añadió: “¡A otro, pero no a mí!”
©Joaquín Gómez Carrillo
Sencillamente bonito, Joaquín. Enhorabuena por hacer que perduren los cuentos a través de las voces del tiempo, antes tu abuelo, ahora tú has puesto el pasado en presente. hermoso relato, Joaquín
ResponderEliminarGracias. Celebro el comentario. Un saludo.
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