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En la boda de su nieta Ana |
El día que la llevamos a enterrar, me vino a la memoria la mañana en que mi madre me acompañó por primera vez al instituto. Recuerdo que hacía un sol diáfano de septiembre, y que cuando Susarte el conserje tocó su silbato a las nueve en punto para que acudiéramos a la puerta a formar y subir bandera, ella se despidió de mí con la mano a través de la valla metálica. Luego la vi cruzar la calle, aún sin asfaltar y llena de socavones frente al matadero de los Hoyeros, en dirección a la casa de mis abuelos, donde me había traído al mundo y donde yo habría de permanecer aquel primer curso de bachillerato.
Por aquel entonces éramos muy jóvenes todavía, y mi madre, aunque preocupada siempre por la escolarización de sus hijos y porque éstos se libraran en el mañana de la vida injusta que atenazaba las familias campesinas, se mantenía sin embargo resignada al trabajo ingrato de la tierra mediante el viejo sistema de señoritos y medieros. Pues ya en su niñez, víctima de las miserias de la posguerra y como única alternativa para escapar del cerco del hambre, había sido arrancada de una escuela para pobres y, con tan solo 12 años de edad, puesta a servir en una casona de ricos. Por eso ella anhelaba para nosotros la libertad que otorga la educación.
El día de la Asunción de la Virgen, cuando llevamos a mi madre al cementerio, toda una vida de desvelos, de trabajo, de privaciones, de escasas alegrías, de pequeñas satisfacciones, de algunos momentos de serena felicidad, de preocupaciones porque sus hijos salieran adelante y fueran personas de provecho, y, en especial, toda una vida de amor y dedicación plena a los suyos, que éramos nosotros, había cerrado su ciclo. Así es la naturaleza humana en este mundo, pensé entonces: efímera como la rueda inexorable de las estaciones del año.
Ahora sé que mi madre estará en paz porque era una buena persona y supo perdonar siempre cualquier ofensa recibida. Sé que gozará de eterno descanso porque en su vida no tuvo otras oportunidades que las de trabajar duro (tanto en las faenas del campo, como en las fábricas) para ganar el pan de su casa. Y sé que alcanzará su gloria porque lleva cumplida penitencia de tanto sufrir durante años y en silencio graves enfermedades y múltiples accidentes que fueron quebrantando sus huesos, de los cuales ella se había ido recuperando a medias, salvo de este último. (Ya lo dijo el sabio: todas las horas hieren y la última mata).
En el día de la Asunción de la Virgen María le dimos sepultura a mi madre. Pues el 14 de agosto de 2012, había cerrado sus ojos para siempre. Sin embargo, minutos antes me dijo que estaba bien. “Mamá, ¿qué tal?”, le pregunté poniéndole mi mano en su brazo con cariño. “Bien”, me respondió con gesto pacífico y tranquilizador. Seguramente no quería preocuparnos con la zozobra triste de los momentos finales, y, en mi caso, conocía de sobra el estrago de dolor que arrastro por la pérdida reciente de Mari, mi mujer. “Bien...”, me consoló, antes de entrar en quirófano. Pero cuando los médicos nos hicieron pasar 15 minutos más tarde, ya tenía en la cara el aspecto terroso de la muerte, el color de la primitiva arcilla del Génesis, que en las manos alfareras de Dios diera origen a la humanidad.
Su vida entera fue de servicio, de amor y de entrega a los suyos. Nunca se rebeló contra su sino ni albergó para nadie rencor en su memoria. En su adolescencia y juventud (entonces se vivían tiempos injustos, carentes de igualdad de oportunidades y aun de protección a los menores), se vio obligada a fregar suelos de rodillas y a realizar otras desagradables tareas, propias de un tipo de relación laboral extinto ya hoy en día.
Luego, cuando mi madre, con un caudal de ilusiones por su feliz matrimonio, se trasladó a vivir a la Casa del Madroñal (yo entonces no levantaba tres palmos del suelo y ella era una bella joven con a penas cumplidos los 28), estaba convencida de que había que agarrarse fuerte a la rueda de la vida y trabajar muy duro para ahuyentar la necesidad. Allí los años le irían desgastando los proyectos, pues el principal y más noble para ella era el de escolarizar a sus hijos a su temprana edad, aunque las circunstancias lo permitirían ya tarde.
El mismo día en que, según la Iglesia, la Virgen María fue asumida a los Cielos, le dimos sepultura a mi madre en su panteón familiar (un mes y siete días antes lo había estrenado Mari, mi esposa). Allí quedaron sus restos mortales, aunque a ella la llevaremos de por vida en nuestros corazones, en el de mi hermana Mª Jose, que ha trabajado casi desde que tuvo uso de razón y en todo momento ha estado a su lado; en el de mi hermana Tere, que la vida le llevó lejos de la casa paterna y de su pueblo; en el de mi hermano Pepe, que ha sido siempre para ella su querido hijo pequeño; en el de mi padre, Guillermo, que ahora siente como si le hubieran arrancado la mitad de su alma; y en el mío, que tuve la suerte, por ser el mayor de los hermanos, de acompañarla en mil trances, de ser su apoyo en mil circunstancias, de no fallarle nunca, de darle las primeras alegrías, de hacerla por primera vez abuela, de dedicarle uno de mis libros “...como no podía ser de otra manera”, y, al fin, de que ella lograra ver el provecho, transmitido a sus nietas, también hoy en día con carreras universitarias, de aquella mañana luminosa en que, ilusionada, me acompañara en mi primer día de clase al entonces Instituto Laboral.
A Francisca Carrillo Pérez, mi madre.
Que tenga descanso y goce de Dios.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 25/08/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
Tienes el don de escribir claro y expresas los sentimientos a la perfeccion.La pena es que tengas que hacerlo sobre la muerte de tus seres queridos,pero como te escribi en otro tema,,,no dejes de hacerlo..a mi me gusta muchisimo.Solo desearte que las prosimas veces sean de vivencias donde el dolor no este presente,no te conozco pero por tu forma de escribir pienso que eres una buena persona.Suerte y pa lante...la vida es bella a pesar de todo.
ResponderEliminarMuchas gracias por el comentario. Si tú, a través de mis artículos encuentras algo que te indica lo que puedo ser, es porque tienes la sensibilidad y la bondad más que suficientes para percibirlo.
ResponderEliminarSaludos.
siempre me acordare de las tardes cuando iba acon mi madre a visitarte cahacha seguro qe estar bien en el cielo un abrazo grande joaquin
ResponderEliminarde tu primo juan antonio
Gracias Juan Antonio.
ResponderEliminarUn abrazo también.