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Barrio pobre de la Fuensantilla (Cieza), donde viven humildemente personas de diversas razas y procedencia, entre ellas, gitanos
Erase una vez la llegada de los Borbones al trono de España. ¿Recuerdan que fue con el franchute duque de Ajou?, pues había hincado el pico el último Austria, Carlos II «el Hechizado» sin descendencia. Entonces, entre tiras y aflojas (con Guerra de Sucesión incluida), permitieron las potencias que este muchacho viniera a Madrid y asentara sus reales con el nombre de Felipe V, que además de lo que conllevaba ser rey de España con los inmensos y riquísimos virreinatos de la América Hispana, también era soberano de otros territorios europeos; o sea, ¡una barbaridad de poder! Luego, cuando pasaran los años, se encontraba algo flojo y pensó «¿Qué necesidad tengo yo de tanta faena...?», y abdicó en su hijo Luis, que era su ojico derecho (¡para darle gusto al nene, mayormente!), que tenía 17 añicos y lo habían casado dos años antes con una francesita: Luisa Isabel de Orleans, que tan solo contaba 12 abriles; o sea, dos adolescentes frente a frente, ¡madre mía! Se habían casado, por cierto, en el palacio ducal de Lerma (cuando suban para Burgos por la A-1, hagan una paradica en esta villa ducal y vean el poderío que gastaba el duque de Lerma), pero la cosa no funcionaba, no señor, pues la zagala tenía un trastorno de la olla y no quería ni lavarse ni llevar bragas, ¡un desastre! Pero a lo que vamos, que el pobre chaval —Luis I de España— se murió a los pocos meses de ser rey, de la maldita viruela, o quién sabe, y el padre se vio «obligado» a tomar de nuevo la corona, a pesar de que los teólogos de la corte, reunidos a tal efecto, dictaminaron que era ¡pecado mortal! retomar un corona abdicada.
Y erase una vez también la llegada de los gitanos a España. Al respecto, dice Juan de Dios Ramirez-Heredia, el diputado aquel gitano que tenía un pico de oro que no se podía aguantar, que gracias a él se cambió el Reglamento de la Guardia Civil (no sé a qué reglamento se refiere, aunque la verdad, en otro tiempo la Benemérita y la raza calé no se tomaban el chocolate juntas), que discriminaba a los gitanos —lo dice en la página de internet de la «Asociación Nacional Unión del Pueblo Romaní», ¡cuidao!, que yo no me lo he inventado—. También nos cuenta esta señoría que, al parecer, procedentes del norte de la India, a principios del siglo XI, unos millares de prisioneros de aquellos territorios optaron por el éxodo hacia Europa, en donde empiezan a aparecer en el siglo XIV, o sea, tardaron 300 años en llegar, pero llegaron y ya teníamos gitanos por estos lares. Lo confirma un documento del rey de Aragón, de 1425, otorgando permiso a un tal «Juan gitano» para que transite con sus huestes por territorios de su gobierno.
¿Y qué pasó con los Reyes Católicos? Pues que no querían gitanos —ni judíos tampoco, ¡ojo!—. Los judíos porque practicaban la religión monoteísta de la Torá (el Antiguo Testamento de la Biblia, más o menos), y los gitanos porque no tenían religión (aunque al principio se habían presentado como cristianos y habían sido bien acogidos), ni oficio corriente ni asentamiento fijo. Entonces sus majestades católicas deciden que se vayan los gitanos que andan sueltos vagando por los caminos; que tras darles un plazo para que se larguen, al que vean por ahí de aquí para allá, que le den cien azotes y lo manden al destierro de sus reinos; que si lo ven por segunda vez, le corten la orejas, lo tengan 60 días preso y después que lo destierren; y si, erre que erre, cogen por tercera vez al mismo gitano, lo tengan preso de por vida. Miren lo que les digo, serían todo lo católicas que fuesen SS.MM. que montaban tanto, Isabel como Fernando, pero no parece que fueran muy cristianas.
Luego, Carlos I y Felipe II, renuevan estos mandatos, mediante los cuales echaban mano a los varones gitanos para que remaran en galeras, aunque era muy listos y se «acogían a sagrado» para que no los pudieran detener (eso era meterse a una iglesia y decirle a los guardias «¡Tururú!»), hasta que el papa de Roma, conchabado con los monarcas dijo: «Pos a partir de ahora vale el acogimiento a sagrado para los gitanos». Además los reyes actuaban bajo el pretexto de la lucha contra la «plaga social de maleantes». (Esto me recuerda mucho la «Ley de vagos y maleantes» de la Segunda República Española, norma a la que Franco no le hizo ascos y la siguió aplicando con rigor en su dictadura).
Felipe V, que, en contra de la opinión de los teólogos había retomado la corona tras la muerte del muchachico Luis I, después de un largo reinado (en dos periodos) va y se muere el hombre también; y sube al trono otro de sus hijos: Fernando VI; y resulta que este monarca tiene un estadista con muchos poderes, ocupando diversas carteras ministeriales, que era, ni más ni menos, el Marqués de la Ensenada. Por cierto, este prohombre, riojano, se llamaba Zenón, como Zenón de Elea, aquel sabio que aseguraba, 4 o 5 siglos antes de Cristo, que Aquiles nunca podría ganar una carrera a una tortuga si se le dejaba a esta un pelín de ventaja.
Pues el Marqués de la Ensenada dijo al rey que esto de los gitanos no se podía aguantar, que cada vez había más y hacían lo que querían. Y aunque les habían asignado una serie de localidades para que se empadronaran y trabajaran en oficios como todo hijo de vecino, los gitanos seguían con culo de mal asiento ejerciendo sus trapicheos con los payos, porque «entre calé y calé no se usa la remanillé». De modo que el tal Zenón le contó al rey un plan. Un plan que da miedo el pensarlo; que aunque no llegaba a ser tanto como «la solución final» de los nazis, se trataba de algo terrible.
Dicho plan se llevó a cabo y estuvo en vigor en España unos cuantos años, hasta que llegó al trono Carlos III (hermanico de Fernando VI), un rey ilustrado y con grandes dotes de humanidad —el mejor Borbón que ha reinado en España, mejorando lo presente—, y lo mandó desbaratar dándoles suelta a todos los gitanos presos, y además recomendó que en tal «amnistía» no se mencionara el nombre de Fernando VI, pues la cosa «no hacía nada de honor a la memoria de su amado hermano».
Bien, pues el «plan» se llamó la «Gran Redada», y consistió en apresar en una sola noche a todos los gitanos de España (en todas las villas pueblos y ciudades tenían desde días antes orden secretísima para actuar todos a la vez la noche del 30 de julio de 1749, o sea, hace 275 años) y separar a los hombres de las mujeres para que no pudieran procrear y reproducirse más (un genocidio pasivo, pues pensaba el señor marqués de la Ensenada que de esa manera se acabaría la raza); y encima, en cautiverio, ponerlos a trabajar de 7 años para arriba. ¡Vaya un payo malo, el Fernando VI ese de los Borbones!