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La primera en la frente; nada más llegar Carlos I a España, con 17 añicos, se tuvo que enfrentar a la Guerra de las Comunidades de Castilla. Venció y mandó cortarles la cabeza con un hacha sobre un posete de madera, en la plaza del pueblo de Villalar de los Comuneros, a Padilla, Bravo y Maldonado. (La foto es del cuadro de Antonio Gisbert Pérez, que se conserva en el Palacio de las Cortes, en Madrid.)
En artículos anteriores estuvimos hablando de Felipe IV, pecador y rijoso como un chivo, aunque coleccionista de arte como ningún otro rey en Europa (sin él, y otros reyes, no tendríamos lo que tenemos hoy en día en el Museo del Prado); y nos quedamos apenas mentar al enfermizo de su hijo Carlos II «el Hechizado», que ya no echó ni flores y con él se acabaron los Austrias; fin de la dinastía Habsburgo en el trono de España. Pero vamos a pegar un salto atrás, al tatarabuelo del nene, o sea, al primer Austria: nada menos que al emperador Carlos I de España y V de Alemania (así lo estudiábamos antes en la escuela). Y ahora verán cómo las gastaba el hombrecico y el porqué del título de este artículo.
Pues resulta que anterior a él reinaba por estos lares la Casa Trastámara, una dinastía de aquí, del terreno, la de Isabel I de Castilla, que al casarse con Fernando II de Aragón formaron los Reyes Católicos (¿los recuerdan en los billetes verdes de mil pesetas?), y, como «montaban tanto, Isabel como Fernando», pues ya unificaron España, le dieron a Boabdil el Chico hasta en el carné de identidad y conquistaron el reino moro de Granada; y ahí no paró la cosa, pues llegó Colón, con los hermanos Pinzones, que eran unos marineros, y propuso en la corte «Católica» marchar a las indias por el Oeste, navegando a través del «Mare tenebrosum», o sea, el Oceano Atlántico, a pesar de que los griegos de la antigüedad hablaban de un par de columnas (de Hércules) en el Estrecho de Gibraltar, con la peligrosa advertencia «Non plus ultra»: no hay más allá. (Si ahora hay terraplanistas, en aquel tiempo eran legión, y pensaban que dicho Océano terminaba en un abismo insondable, donde todo barco perecería). Cristóbal Colón era listo, pero sólo a medias, porque haciendo caso omiso del sabio Eratóstenes, que ya había medido la circunferencia terrestre con un palico y una cañica antes de que anduviera Jesucristo por el mundo y le daba unos cuarenta mil kilómetros, el genovés pensaba que la Tierra era mucho más pequeña y que en un pispás llegaría al paraíso de las especias, que entonces tenían el valor del oro. Pero, ¡oh, contrariedad!, se topó con un gran obstáculo: el continente americano, y dijo «bueno, pos ya que estamos aquí, descubro América y así consigo el título de Almirante de la Mar Océana», aunque él seguía terne en que aquellas tierras eran «las indias», y sus habitantes, los «indios», que luego vinieron de perlas para hacer películas de indios en Hollywood.
Pero, a lo que vamos, que los Reyes Católicos eran más listos que el hambre y, con su política de acaparar reinos, también por la vía de la coyunda, pues casaron a su hija Juana con un guaperas de discoteca: Felipe «el Hermoso», hijo de Maximiliano I (de la casa Habsburgo), que era emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. ¿Comprenden el «bragazo» de la muchacha? (aunque entonces las reinas no usaban bragas). Así que la Juana tuvo más tarde un hijo «flamenco» (dicen que un retrete, allá en Flandes), un muchacho que cuando llegó a España, desembarcando por Tazona (Asturias), con 17 años, no sabía una palabra de español, pero que andando el tiempo diría él mismo que «hablaba español a Dios, italiano a las mujeres, francés a los hombres y alemán a su caballo». El caso es que el zagal se tuvo que hacer cargo de la regencia del reino de Castilla y de todos los reinos de España, pues aunque su madre era la titular de la corona, la pobre estaba bastante ida de la olla; además, «la primera en la frente»: tuvo que ocuparse de la revuelta de los «Comuneros» y mandar cortarles el cuello con un hacha en un posete de madera a los cabecillas Padilla, Bravo y Maldonado.
Mas llega el momento en que la palma su abuelo Maximiliano, y nuestro Carlos hereda el imperio Germánico, pues su padre había muerto y su madre, la viuda Juana, iba con el fiambre a todas partes, como si fuera un baúl más. De modo que, aparte de los reinos españoles, que no eran moco de pavo (tan solo el reino de México era más grande que los actuales Estados Unidos), nuestro Carlos también reunió en su persona los del Sacro Imperio, creado por Carlomagno en el año 800, y cuya tradición era el ser coronados los emperadores por el papa. (Felipe II, hijo de Carlos I, no pudiendo ser un rey «sacro», coronado por un papa, mandó poner en la fachada de la basílica del Escorial seis estatuas de seis reyes de Israel «ungidos» por Dios, para que todos tuvieran presente su aspiración a un origen divino, del «trono de David».)
Pero, ¿qué dirán que pasó? Pues que los emperadores del Sacro Imperio, heredaban el título y comenzaban a gobernar tan ricamente, y luego el papa, sin prisa, iba y los coronaba, bien en Roma, bien en otras ciudades alemanas. Sin embargo, nuestro rey empezó a percatarse de que Clemente VII y Francisco I de Francia estaban a partir un piñón, pues el franchute también aspiraba a la corona del imperio (ya saben cómo son los franceses, que siempre nos han tenido envidia) y se estaba conchabando con el pontífice y marchaba con su tropa hacia Italia . Así que Carlos I, ni corto ni perezoso, mandó un ejército de 6.000 soldados españoles, 13.000 alemanes, 3.000 italianos, y 2.300 jinetes a caballo, que les dieron en la cepa de la oreja a los franceses en Pavía y tomaron preso al rey Francisco I (el cual estuvo 2 años en el trullo, en Madrid; pa que se le bajaran los humos).