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Cada casa de campo tenía su era para trillar la mies; cada era tenía su rulo para rularla. En la imagen, rulo de piedra de una pieza, de forma troncocónica para facilitar el giro en el redondel, tirado por una bestia.
Aquella tarde en que apareció el comando para estudiar la destrucción de la ciudad, Jot se encontró con dos de estos hombres y los invitó a cenar y a dormir en su casa. Ellos en principio se mostraron reticentes, pero luego pensaron que era lo mejor. Conocían a Jot y éste sabía de qué iba el asunto, ya que su tío, el Patriarca, se lo había comentado aquella misma mañana. «El Coronel ha hablado conmigo y quiere destruir Sodorra —le dijo un tanto apenado—. Si hallásemos en ella al menos diez inocentes…» (El Patriarca había tenido un tira y afloja con el Coronel y éste, conmiserativo, había aceptado no arrasar la ciudad si, entre sus habitantes, existiera tan solo una decena de personas cuya conducta fuera a su juicio de aceptable probidad moral.)
La otra gran ciudad industrial, nudo de comunicaciones europeas, se encontraba atestada de familias que huían despavoridas de los frentes del Este, por donde avanzaban las tropas soviéticas con espantosa ferocidad. Mas la estrategia de Yalta era machacar al enemigo donde más le doliese: en el corazón de sus ciudades, y Dresde llevaba todas las de perder. ¿Y si hubiese allí mil inocentes? ¡No perdonarían! ¿Y si hubieran diez mil inocentes? ¡No se detendrían! ¿Y si hubiesen cien mil inocentes…? ¡No, tampoco habría piedad! El gran inglés, con su puro en la boca, iba a saborear el plato de la venganza.
El comando había acampado días antes a la sombra de la carrasca, frente a la casa. Y el Patriarca sacó unas cervezas fresquitas, pues hacía una calor como para asfixiarse los pájaros, e invitó a comer a los hombres. Así que ordenó a su mujer que matara un par de conejos y preparase un arroz en sartén. (Por entonces el marido ordenaba a la mujer: «¡ven p’acá!», «¡tira p’allá!», «¡haz esto!», «¡no hagas aquello!», «¡cállate!», «¡tráeme agua!», «¡plánchame la camisa!», «¡apaga la tele!», etc.) La mujer pidió a la sirvienta que le ayudara a desollar los conejos. Les había dado un pescozón certero detrás de las orejas y los animales empezaron a temblar, y, cuando cruzaron su paticas delanteras, estaban muertos. La otra, más joven, que había tenido un rollo con el Patriarca, sujetó el primer conejo por las patas traseras; la esposa sopló sobre el lomo de éste y, pellizcando la piel aplicó un corte con su navaja de cachas de nácar que llevaba siempre en el bolsillo del delantal; después, ambas mujeres tiraron de la piel del conejo hasta volverla del revés: media sobre los cuartos traseros y la otra media por la cabeza, como se saca una camiseta.
¡Lo que son las cosas!, sobre el cinturón industrial de la gran ciudad (la séptima más grande de Alemania), extrañamente, apenas cayó alguna bomba suelta. No era, pues, un ataque estratégico para anular la capacidad fabril (y su industria bélica), sino que, aparte de la estación de trenes, se buscaba la destrucción dañina. De modo que había que cebarse en el centro de la urbe, en el precioso casco histórico, y sobre la mayor masa posible de población. De todas maneras —habían pensado en Yalta—, todos eran culpables, ¡hasta los niños habían nacido con la culpa original!: la de sus padres por haber votado en democracia al Partido Nacional-Socialista Obrero Alemán.
El comando advirtió a Jot, que se largara al monte con los suyos, pues no habían encontraron en Sodorra diez personas heterosexuales puras, por lo que la destrucción iba a ser inminente. Aun así, Jot intentó explicar al comando los derechos LGTB y la cosa de las orientaciones sexuales personales, y la fiesta colorista del Orgullo, etc. Mas la orden era implacable: llovería fuego del cielo. Jot marchó a buscar a los novios de sus hijas, los cuales respondieron que nanay del Paraguay. Y una «manada» quiso asaltar la casa de este para tener ayuntamiento con los atractivos comandos. En su defensa, Jot ofreció a sus hijas («haced con ellas lo que queráis»), mas los hombres solo deseaban a los hombres.
Los estrategas de USA dijeron al inglés que iniciara él la movida («para ti el honor»), y el del puro estuvo encantado. Empezarían al atardecer, para continuar durante la noche, cuando las víctimas huyeran del infierno y los equipos de salvamento luchasen contra las llamas. La destrucción fue un éxito; todo había sido preparado con astucia: primero lanzaban con paracaídas miles de bengalas de magnesio para iluminar la ciudad cual una feria; luego, otra bandada de aviones descargaba los «indicadores», que ardían con fuerte luz roja, para llegar las oleadas de cientos de bombarderos, que apuntaban a los indicadores con sus bombas.
Jot no podía creer el exterminio de varias poblaciones del valle por el simple hecho diferencial sexual; aquello era una idea carca de los tiempos bíblicos del Génesis. Entonces quiso salvar un pequeña aldea con su presencia (él era sobrino del Patriarca, cuya relación con el Coronel se debía a un pacto de lealtad), más los comandos le conminaron a irse a una cueva del monte, ya que no se salvaría ni un alma en todo el valle.
Primero arrojaban las bombas más destructivas y después las incendiarias. Dresde ardía en pavesas. Decenas de miles de personas, incluidos mujeres, niños y ancianos, perecieron. Ratas sin escapatoria a ojos del inglés. ¿Veinte mil, treinta mil, cincuenta mil…? Dos noches consecutivas descargando millares de toneladas de bombas, ¡hasta fundir como el plomo los cimientos de la ciudad! Al amanecer venían los cazas ametrallando a quienes como zombis intentaban alejarse del apocalipsis.
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