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Anochecida en Cieza
La
otra noche echaron por la tele un programa sobre Eduardo Punset, ¿se acuerdan
de él, con su cabello blanco rizado y un poco grifado para arriba «a lo sabio»,
«a lo Albert Einstein»? A mí es que me dejan con la boca abierta las personas
que saben y además saben explicar lo que saben; ¡me embelesan! Estas personas
son las llamadas comunicadoras; tiene una virtud, un don especial para captar
la atención y explicar cualquier conocimiento de forma apasionante. Estos
hombres o mujeres disfrutan explicando cualquier materia, son apasionados del
conocimiento, aman la sabiduría, y eso lo trasmiten de forma maravillosa; se
les nota.
Yo me acuerdo de cuando estaba en el
instituto, y aun en la universidad, y había profesores, decíamos nosotros, que
sabían muchas matemáticas o mucho de lo que fuera, pero que no sabían explicar,
no establecían esa conexión mágica de la comunicación. Recuerdo, por el
contrario, una profesora de Derecho Laboral, María Fontes, con la cual no hacía
falta estudiar mucho, o nada, en casa; explicaba en clase de tal manera y con
tal pasión por la materia, que todo estaba clarísimo; era como si pasara el
conocimiento de su cabeza a la nuestra sin ningún esfuerzo. Y eso era porque se
establecían los hilos de la comunicación; eso que Punset, precisamente, llamaba
«Redes» (el nombre del programa que hacía en televisión explicando asuntos
científicos).
Otro comunicador que da encanto
escucharlo es Manuel Toharia; este hombre era (o es) director de la Ciudad de
las Artes y las Ciencias de Valencia, ese complejo de edificios tan bonitos del
arquitecto Calatrava que hay en el antiguo cauce del río Turia, en el centro de
la ciudad. A este comunicador, Manuel Toharia, yo le he escuchado hablar de
diversos temas, y, sobre todo en asuntos científicos, se explica como los
ángeles. Lo mismo puede hablar de los intríngulis del átomo, que de la vastedad
del Universo; y todo de tal manera que cualquiera puede entenderlo; no hace
falta ser un estudioso para comprender aquello de que está hablando. Y no solo
hace clarividentes los conocimientos que explica, sino que atrapa al
escuchante, lo seduce, lo «conecta» con su red y le hace disfrutar del saber.
Además, me he dado cuenta de una cosa: que una
persona, por lo general, cuanto más sabe, más sencilla es; y esa sencillez, en
la palabra y en el modo de explicarse, hace que cualquiera se sienta «confiado»,
se sienta a gusto oyéndole. Porque alguien puede ser muy erudito y saber mucho,
pero si se muestra a los demás envuelto en ese halo de erudición, de
intelectualidad, eso actúa como una barrera, un aislante que impide la conexión
entre orador, o divulgador, y escuchante. Cuesta más trabajo entender las cosas
cuando el fulano que las explica se parapeta en esa barrera de tío listo (o tía
lista) y empalagosamente intelectual. Es más, incluso una pequeña tara física
del comunicador hace bajar toda «defensa» a la persona que escucha; miren, ahora
mismo no recuerdo bien si es Joaquín Araujo, un hombre que sabe de pájaros por
un tubo y da encanto oírlo, el que tiene frenillo en la lengua, algo que se
pudiera catalogar como un pequeño impedimento para la oratoria; pues no señor,
es al revés: normalmente nos dejamos seducir más por el que pronuncia con
alguna pequeña dificultad que por aquel que tiene una dicción perfecta y una
voz engolada.
Por otra parte está la convicción y la
admiración por los temas de la persona comunicadora. Una persona que no le
apasione el mundo de los insectos (por poner un ejemplo), hablará de ello con
todo el conocimiento del mundo, pero será un simple emisor de datos fríos, una
suma de conocimientos enciclopédicos, «una paliza» escucharle, un «rollazo». En
cambio, el entomólogo (seguimos con los insectos) apasionado, nos hablará de la
mariquita, de la mantis, o del grillo zapatero, con tal entusiasmo, admiración
y misterio, que nos parecerá un cuento de los que nos contaban los abuelos al
arrimo de la lumbre. Y quien dice insectos, dice filosofía, o dice robótica, o
dice influencia de la Luna en la Tierra, o dice el más «antipático» de los
temas; que en boca, o en la pluma, de un buen comunicador, se vuelven amenos y
una gozada escucharlos o leerlos.
Miren, un área bastante
insípida es la historia, así en general; los historiadores suelen ser bastante
«ladrillosos» (en lugar de libros, algunos escriben «ladrillos»). La historia
puede llegar a ser pesada de leer, y no digamos de escuchar a un conferenciante
eminente pero «plomoso», que abre la boca y salen datos, fechas, batallas,
nombres, etc. Pero también, como les decía, los hay que saben seducir, que nos
explican la misma historia pero desde un punto de vista sencillo, a la pata la
llana. Les aseguro que hay libros de historia divertidos, que uno goza
leyéndolos como si fueran tebeos. Y nos explican las mismas guerras, los mismos
imperios y las mismas culturas, pero de una forma llamativa, con frases y
palabras que captan nuestra atención a cada momento. Sin embargo para escribir
esos libros o dar esas explicaciones de viva voz hay que tener un don, el de la
perfecta comunicación. Y hay que tener otra cosa que no les he dicho todavía: la
vocación para enseñar, en el sentido amplio de la palabra, para volcar en las
personas que te lean o que te escuchen aquellos conocimientos que tú tienes; de
lo que sea; no hace falta que pensemos en cosas muy complicadas: en cómo se
hace la gachamiga dura, por ejemplo; si a mí me sale buenísima (no les miento)
y deseo trasmitir los detalles de cómo se cocina, y pongo toda mi mente y mi
corazón en divulgarlo, el que me escuche, casi que empezará a saborear la
gachamiga oyendo mis explicaciones.
©Joaquín Gómez Carrillo
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