Mesa de celebración en una fotografía de Fernando Galindo |
Por aquel año ya habíamos pasado los terremotos, en cuya noche infausta muchas personas se llenaron de pánico en Cieza y salieron a la calle en paños menores como si fuera el fin del mundo; pues no estábamos acostumbrados a sentir bajo los pies aquella energía ondulante, aquella serpiente telúrica que surgía de las profundidades de la Tierra y, con su cola poderosa, hacía zozobrar la losa del pueblo como si fuera una balsa de piedra a merced de la ira de los dioses. Y, como no hacía mucho tiempo que se había inaugurado la Torre de Cieza, algunos de sus habitantes de los pisos altos, precavidos o temerosos, se bajaron a toda prisa con colchones a dormir en mitad de la Plaza de España, por si el rabo del demonio surgía con mayor ímpetu desde los sótanos del mundo y quebraba por sus cimientos el orgulloso edificio.
También por entonces era ya un recuerdo para muchos la llegada a nuestro pueblo de Renato, un arriesgado funambulista que se paseaba sobre la Plaza de España caminando, con el torso desnudo, sobre un cable de acero; lo cual hizo que toda una generación de muchachas jóvenes se enamorasen sin remedio de aquel fabuloso titiritero venido de muy lejos y se lo llevaran por la noche al paraíso de sus sueños, al jardín perfumado de sus almohadas, donde crecía la flor de sus ilusiones.
Por otra parte, aún se columbraba en la bruma del futuro la década de los ochenta, en la que el genial autor de “La rebelión de la granja” había ambientado su novela futurista “1984”, en la cual la humanidad estaría sometida a dos tiranías alternativas y contrapuestas, y los individuos serían vigilados sin escapatoria por un ojo implacable, que George Orwell llamó “gran hermano”. Pero eso sería en un futuro todavía por llegar. Como también faltaba mucho para que saltáramos la cumbre de un nuevo siglo, donde Stanley Kubrick, basándose en la maravillosa novela de Arthur C. Clarke, había escenificado en su película “2001, una odisea en el espacio” la rebelión de un computador gigante en el desamparo humano del desierto cósmico.
Entonces, en el ahora ya lejano año 1968, me acuerdo que el tiempo pasaba tan lento para nosotros que pensábamos ser eternos. Nuestros padres nos matricularon en el instituto y hasta allí íbamos todas las mañanas con nuestras cartericas en la mano y en pantalón corto, por aquellas calles recién trazadas, donde abundaban solarones en los que sesteaban rumiando las cabras y descampados con carreras de hiladores, en las cuales los hombres caminaban a diario del revés.
Pero ahora, sin embargo, desde nuestro punto de vista privilegiado, en esta atalaya de jóvenes sesentaañeros que nos regala la vida, tenemos la ligera impresión de que cincuenta años solo ha sido un abrir y cerrar de ojos. Quizá por eso, para constatar que nosotros, los de entonces aún somos los mismos, hemos decidido reunirnos algunos alumnos de aquella afortunada promoción de 1968-69 y disfrutar de una comida de hermandad, cosa que hemos hecho el pasado sábado, día 24, con el mejor ambiente de camaradería y noble amistad. Pues no hay asideros más firmes para viajar en el tiempo que los recuerdos compartidos, nada más seguro para remontar los vaivenes de la vida que el sentimiento de pertenecer a un grupo, y no existe mejor ni más fiel amistad que la nacida a la misma edad en que nacen las emociones.
©Joaquín Gómez Carrillo
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