Sierra del oro, el pulmón de Cieza |
El verano aquel fue tórrido como ninguno; algunos días llegó a hacer una calor como para asfixiarse los pájaros; y mientras las piñas de los donceles explotaban en plena siesta como granadas de mano, esparciendo la metralla noble de sus piñones, en la Sierra del Oro, las cigarras, asidas como lapas a la corteza de los troncos de los pinos, no cesaban de cantar desde el amanecer hasta bien entrada la noche. No obstante, y en las ausencias nocturnas de plenilunio, bajo un firmamento cuajado de estrellas, con la Vía Láctea atravesada de norte a sur, todo era paz y silencio en el campo. Sólo los mochuelos, territoriales y celosos, marcaban aquí y allá la frontera invisible de sus dominios con agudos reclamos, tan enérgicos e inquietantes a veces, cual ladridos de perro en la oscuridad.
Recuerdo que la humilde choza, en el corazón de la montaña, tenía un techo de palos resinosos, ramas verdes y tierra apelmazada. Se trataba tan solo de una pequeña trinchera excavada a pico en el declive del terreno y cubierta con despojos de la corta. Allí adentro se hacinaban los seis por la noche: el carbonero, su mujer y sus cuatro hijos, después de toda una jornada agotadora de pelar leña con las hachas y amontonarla para construir después con pericia las carboneras. Así un día tras otro, sin descanso y sin domingos en rojo en el calendario.
La familia había llegado a mitad del mes de julio, cuando ya no quedaban maderos talados en la sierra y sólo se veía la calva desolada en laderas y barrancos: una gran porción de terreno erizado de arbustos rotos y ramas en desorden tras la partida de los ajorradores. Pues antes, mucho antes, habían pasado por allí los cortadores con sus sierros triscados que manejaban de dos en dos y sus grandes hachas de acero vizcaíno, embozadas de recincho de esparto cuando caminaban con ellas al hombro senda arriba antes de clarear el día, o regresaban a la querencia de la cena y la necesidad de descanso sobre una colchoneta de perfollas.
De la Casa Roja, se podía decir que era una especie de estación términi. Allí morían los carriles de acarrear el esparto y las gavillas de monte bajo para los hornos de las tejeras y comenzaban las sendas de mulas, por donde todos los domingos del mundo zigzagueaba en fila india un hormiguero de leñadores, afanados en hacer su haz y transportarlo a cuestas al pueblo: no había por entonces otra cosa para cocinar o para calentarse en torno a la lumbre en invierno. La leña era el combustible de los pobres, que por entonces éramos legión. (Más tarde vendría el uso de los infiernillos de queroseno, que echaban un tufo a diablos y cuyo combustible repartía en latas por la calle “Antoñico petróleo”, que el pobre, braceando trabajosamente las manivelas de su triciclo de inválido de nación, echaba por su boca ternos inverosímiles y recios insultos a los chitos maleducados que le zaherían con saña).
Hasta la Casa Roja, una tarde incendiada de luz poniente, llegaron por sorpresa los carboneros. Traían consigo una burra parda; y recuerdo que el animal, con los ojos cubiertos por un trapo negro, venía de pie junto a ellos en la caja destartalada del camioncillo de la empresa, de donde descargaron los pocos pertrechos con que se habían desplazado desde su pueblo: unos sacos de arpillera con viandas para hacer guisote, unas garrafas de vino y aceite, un costal remendado con harina, unos fardos mugrientos con las yacijas de paja de arroz donde dejar caer sus huesos por la noche, un lío escaso de ropa y un olor penetrante a miseria y subdesarrollo. Primero descendieron ellos, mirando en derredor como animales asustados, luego hicieron bajar a la burra a base de palabrotas y empujones, pues ésta venia atobada del viaje y le costaba echar a andar.
Aquella noche durmieron los seis en el cuarto de los arreos de la casa, pero antes, el carbonero, moreno de oficio y bajo achaparrado con unas manos tan bastas como ruedas de tractor, ató la burra en una estaca afuera y le puso un puñado de granzones en un capazo de esparto para dormirse oyéndola ronzar. Y aunque de madrugada cantó el gallo con su reloj exacto de “kikirikí”, el hombre esperó que apareciera por oriente el Lucero del Alba para sacar a los suyos del dulzor del sueño.
Aparejó entonces la bestia con un serón de pleita y en él cupieron todas las pertenencias de la familia. Luego, mientras aún quedaban restos de telarañas de la oscuridad, partieron senda arriba dando trompicones contra las piedras. Tras el padre y la madre caminaban tres varones, casi adolescentes, y, sentadita sobre la burra iba una niña que estaba aún mudando los dientes, a la cual su padre había subido tomándola por la cintura con sus dos manos como el cura agarra el copón en la misa.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 05/10/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
Chapó.
ResponderEliminarGracias.
EliminarInmenso retrato costumbrista lleno de ternura y vida. "M'a gustao muncho" ;-)
ResponderEliminarM'alegro. Munchas gracias, Pedro Luis.
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