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Cartagena fue el cantón más activo y belicoso contra el gobierno de la Primera República Española
Lo tengo en mi mano, es una de esas cosas que se guardan más por el significado sentimental que por su valor material. Es de plata y pone en el reverso que es de «ley 900 milésimas» y que entran «40 piezas en kilog.»; mientras que en el anverso, rodeando la efigie del monarca, reza: «Amadeo I de España» y el año: «1871». Un duro, cinco pesetas, de cuando la peseta tenía un valor fuerte y se codeaba con el dólar, respaldada por uno de los tesoros nacionales más importantes del mundo.
Amadeo de Saboya vino equivocado; el muchacho no sabía dónde se metía. Estaba allí tan a gustito, siendo duque de Aosta, cuando lo eligieron las Cortes Generales y le ofrecieron el puestecico de rey de España, que en principio parecía una bicoca, una perica en dulce, así que se vino para acá. Su padre, Victor Manuel II, rey de Italia, le había aconsejado que aceptara el cargo: «Nene, tú diles que sí; lo importante es meter la cabeza, y luego, si eso, pues ya, tú mismo…». Pero no. Aquí las cosas no estaban a pedir de boca. A Isabel II se la habían cargado con la «Gloriosa», la revolución de 1868, que fue el primer intento de democratizar el gobierno de España. Así que la Borbona, con una fama de no te menees, tuvo que marcharse al exilio, quedando de regente el general Serrano, y los políticos pensaron en una forma de gobierno nueva: la monarquía parlamentaria, ¿les suena? Es lo que tenemos aquí desde la instauración de la democracia con Juanca y ahora con su hijo Felipe: el rey reina, pero no gobierna (actualmente, desde luego, no gobierna nada: la Constitución de 1978 le otorga unas atribuciones exiguas: firmar todo lo que le ponga delante el presidente del gobierno y poco más).
Bueno, pues nada más subir al trono de España el zagal este italiano, en 1871 (había llegado por mar a Cartagena y lo más seguro pasaría por Cieza en dirección Madrid), tiene que apechugar con la primera guerra de Cuba; los independentistas de la isla vieron la coyuntura de la caída de la reina Isabel II y se alzaron en armas; la cosa no fue pasajera, pues el conflicto duró nada menos que diez años, aunque luego vendrían dos guerras más hasta la definitiva en la que tomaron parte los Estados Unidos para quitarse a España de allí y ponerse ellos como poder hegemónico en la zona (¡unos filius meretricis!, pues nuestro país había colaborado en su independencia de la Gran Bretaña), pero eso fue ya en 1898, de cuyo pesimismo intelectual por la debacle nacional —hoy en día persiste aún un dicho en nuestra memoria colectiva: «¡Más se perdió en Cuba!»—, surgiría una pléyade de escritores: la generación del 98, entre los que podemos citar a Unamuno, Azorín, Machado, Juan Ramón Jiménez o Valle Inclán.
Pero a lo que íbamos: se pone a reinar este hombre y al poco surge otra pejiguera, y gorda (éramos pocos y parió la abuela): la «tercera Guerra Carlista». ¡Estos Carlicos, qué jodíos eran, siempre dando por donde amargan los pepinos! El que pretende ahora el trono es un tal Carlos de Borbón, ni más ni menos que hijo de Carlos María Isidro de Borbón, hermanico de Fernando VII, que también guerreó por arrebatarle la corona a su sobrina Isabel II; si es que de casta le viene al galgo, y además tenían su público en las mismas zonas: Navarra, Vascongadas, Cataluña… Por ahí andaban los carlistas pegando tiros. Y hablando de tiros, el monarca también recibió un atentado en Madrid; tirotearon la carroza real con trabucos cuando venían él y su mujer de tomar el fresco nocturno en el Buen Retiro; de resultas, murió el caballo. Así que el pobre Amadeo pensó «¡Si lo sé no vengo!». Redactó un manifiesto de despedida y abdicó de la corona. Una de las frases que escribió en él documento, hablando de la pobre España, decía: «…Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados, tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles».
¿Y qué pasó entonces? Pues que se proclamó la Primera República Española por la vía de urgencia; pero España parece que no era país para repúblicas y la cosa fue de mal en peor: a las mentadas guerras «primera de Cuba» y «tercera Carlista», se sumó otra rebelión armada: la sublevación cantonal, ¡halaaa!, pues querían «república federal» ya, sin esperar. Así que esta primera experiencia republicana fue vista y no vista. A su final contribuyó, entre otros factores de oposición, el mentado conflicto cantonal en varias ciudades, la principal Cartagena, que fue asediada y bombardeada por parte del ejército de la República, hasta que cayó en manos gubernamentales después de haber caído el régimen republicano. (Los cartageneros, no se lo pierdan, eran de armas tomar: se habían quedado una gran flota naval al declarar el cantón y con ella atacaban ciudades costeras; el gobierno, por tanto los declaró piratas, con lo cual franceses e ingleses se lanzaron a capturar los magníficos barcos cantonales).
El primer presidente de aquella efímera República fue un excelente político catalán: Estanislao Figueras, quien tan sólo pudo gobernar el convulso Estado español durante cuatro meses. El hombre estaba hasta arriba de problemas, le crecían los enanos por todas partes, y para colmo hubo una proclamación del «Estat Català», no al estilo Puigdemont, que duró 10 segundos antes de meterse en un maletero y fugarse a Bélgica donde vive a cuerpo de rey, sino una proclamación mucho más seria. Así que el pobre Estanislao, para despedirse de su fugaz y poco gloriosa presidencia pronunciaría en el último consejo de ministros aquella famosa frase para los anales de la oratoria: «Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!».