INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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28/11/21

Tiempo de cerezas

 .

Cementerio pobre de Cillorigo de Liébana, junto a la iglesia mozárabe de Santa María de Lebeña, Cantabria

Luego, a toro pasado, se supo lo que se supo, pero aquel día fatídico nadie imaginaba que pasara lo que pasó.

En el artículo anterior nos quedamos cuando el vecino de la casa de las tendidas del esparto, acabada la tarea de cortar la colmena, se marchó dejando allí sus trastos en un saco de arpillera: la careta, el ahumador, la pala y el cuchillo de matarife que usaba para cortar colmenas.

Cosa de 15 o 20 días después, el hombre estaba aparejando la burra para llevar fruta a la Plaza; era muy temprano y el orto solar tenía aún las telarañas de la noche. Ladró el perro y por la esquina del corral surgió el bulto del vecino; sin duda iría a recoger los trastos de cortar colmenas, pensó el hombre.  

Hablamos de primeros de los sesenta y en un contexto rural, donde las relaciones entre vecinos no se entenderían bien a la luz del presente. En aquel entonces, un vecino que llegase a la hora de comer, podía sentarse a la mesa. Primaba el sentido de la hospitalidad, el principio de colaboración en los trabajos y el deber de ayuda en las necesidades; y se tenía como valor supremo la lealtad en la amistad y como patrimonio personal, la honradez.

«¿Qué vienes, a por tus cosas?», preguntó el hombre al vecino. Y éste, nada hablador, tosió con tos de fumador empedernido y asintió con un leve ruido nasofaríngeo. El hombre había preparado unos platones de cerezas forrados con papel de seda y empezó a cargarlos en la bestia; era el tiempo de las cerezas y la tarde antes estuvieron despuntando el árbol. (En la finca solo había un cerezo, enorme, y el hombre, para que no picaran las cerezas los bandidos gorriones, había hecho un molinete de caña y lo había izado sobre la copa del cerezo.) La mujer, que ya andaba aquella mañana atareada con sus cosas, y con la bebé de pocos meses, que parecía dormir como las liebres y se despertaba con su madre en cuanto esta echaba los pies al suelo, fue al rincón del tinajero, tomó el saco de arpillera con los apichusques de cortar colmenas y se lo entregó. Pero el de la casa de las tendidas del esparto se había sentado en una silla en el zaguán, muy junto a la puerta de la calle, por la que seguía observando cómo el hombre sujetaba muy bien los platones de cerezas sobre las aguaderas de pleita de la burra.

El hombre vio que el otro sacaba su petaca y su librillo y se ponía a liar un cigarro. La mujer también se dio cuenta, y de que había dejado en el suelo, junto a sus pies, el saco de arpillera de esparto, y, apoyado en la pared el garrote nudoso que llevaba (era costumbre el usar cayada o garrote los hombres cuando andaban por el campo). De la huerta cercana venía el canto de las oropéndolas, y, en el pino grande que había junto a la era de trillar, los gorriones metían su escandalera matutina. «Me tengo que ir», le dijo el hombre, «que voy a llevar estas cerezas a la Lonja». Él era cliente de los Marrajises, los asentadores, y siempre les llevaba a ellos la poca fruta que cogía en la hacienda. El vecino de la casa de las tendidas del esparto, lo miró con sus ojillos achinados tras la cortina de humo del tabaco y pronunció algo así como «…me voy a fumar el cigarro». Todo normal.

Unos años antes había venido una familia de otro pueblo y, por razones de trabajo, se había instalado en la casica de la loma de los pinatos. Desde entonces, el vecino de la casa de las tendidas del esparto y el vecino de la casica de la loma de los pinatos, se habían hecho muy amigos. Mucho. Muchísimo. Siempre estaban juntos, a veces con sus respectivas familias: sus esposas y sus hijos pequeños. A veces echaban peonadas juntos, a veces se iban de caza juntos; y la mayoría de las veces se juntaban en la taberna y se convidaban juntos.

Era por la siega, que aún se hacía con hoces en el bancal, surco a surco, y el de la casa de las tendidas del esparto, días antes de aquello se había ido a segar en una labor algo alejada, y, como no tenía medio de locomoción, se quedaba a dormir con la cuadrilla en el pajar de la labor. (Se supo después que la esposa de éste había dejado los tres hijos pequeños encerrados bajo llave en su casa de las tendidas del esparto y, de madrugada, sin despuntar aún el lucero del alba, se había ido por sendas oscuras a dar cuenta a su marido de lo que le había ocurrido esa misma noche.)

La mujer estaba cociendo la leche en la lumbre. Ordeñaba la cabra a medias por las mañanas y después retiraba los bocicos a los chotos, glotones a más no poder, para que acabaran con las ubres de su madre. La leche tenía subir tres veces en la ollica de barro; en tanto, la mujer oyó al vecino de la casica de los pinatos que pasaba a su trabajo (solía pasar muy temprano por allí tres días a la semana); éste voceó un saludo sin detenerse: —¡Amooo!—, solía decir; y sin poder imaginar aquella mañana quién había sentado en el zaguán de la casa. La mujer conocía lo de la amistad cerrada de los dos vecinos, y vio que el de la casa de las tendidas del esparto se levantó de la silla en silencio, quedando el saco en el suelo, y, con el garrote en la mano, fue tras los pasos del otro sin mediar palabra. La mujer pensó: ‘le va a gastar alguna broma’.

Pero no fue broma; no. El de la casa de las tendidas del esparto rompería su garrote nudoso de sabina tostado al fuego en las costillas del de la casica de los pinatos. Pero antes, el desgraciado, que luego se supo que había intentado abusar de la mujer del amigo sabiendo que estaba sola con las criaturas pequeñas, en la huída ciega, ensangrentado y dolorido, se había tirado por un barranco y se había hecho añicos una pierna. Entonces, ya en el hondo del barranco, el atacante le molió a placer los huesos. (Dirían que quedó inútil para siempre tras nueve meses en un hospital.)

La mujer, con la bebé en los brazos, incrédula de lo que estaba ocurriendo, pensó que debería hacer algo. Tomó una arrodea, y por una sendica bajó al barranco y halló el cuadro: sobre un charco de sangre yacía el uno (a un lado en el suelo estaban los dos pedazos del garrote nudoso de sabina), y el otro, cual un prestidigitador de circo, había hecho aparecer en su mano el cuchillo jifero que usó para cortar la colmena. La mujer, dejó a la bebé en el suelo y empujó con decisión al del arma homicida, gritándole que no lo hiciera («¡No lo mates! ¡No lo mates!»); el agresor cedió; respetó a la mujer. La miró con sus ojillos achinados y rojos por la ira («Me voy al cuartel», anunció), y arrojó el cuchillo al suelo.

Sobre la mesa de la audiencia provincial, meses después, la mujer tendría que reconocer —«Sí, es ése»—, el cuchillo grande de cortar los panales de miel de la colmena, a preguntas del fiscal.

©Joaquín Gómez Carrillo 

 

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"