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Caminito de Siyâsa. Ojalá no lo dejen destruirse con el tiempo |
Estamos
a las puertas del otoño y las calores van atenuándose poco a poco y gozaremos
del fresquito del amanecer, de las noches con sabanica por encima y de las
deliciosas tardes, a la caída del sol. Entonces apetece bajar al río y dar una
vuelta por el paseo ribereño, que es el mejor espacio público que tenemos, ¿no?
En general, lo mejor que tiene Cieza es el río, o a ver, ¿de qué otra cosa
mejor podemos presumir, de cara a quienes deseen visitar nuestro pueblo? Sí,
del magnífico Museo de Siyâsa, construido en tiempos del alcalde Paco López en
el lugar donde existiera el casino del pueblo y la almazara de Los Mateos; ¿qué
más?, el Paseo (antes de los Martires, y más antes de Marín Barnuevo, y ahora
sin nombre), un fabuloso museo de pinturas al aire libre del pintor local Pepe
Lucas, una maravilla si no fuera por el maltrato y el escaso mantenimiento de
los azulejos pintados al fuego que componen los cuadros del suelo y las columnas
laterales. ¿Qué más?, el Museo del Esparto, pequeñico pero muy interesante; es
un museo que se ve, se toca y se huele (¡ah, el olor del esparto…!, cómo te
transporta a las décadas de una Cieza espartera, que aunque pobre, tenía sus
señas de identidad; cómo recuerda aquella forma de vida: la vida del esparto).
Bueno, no le quito su importancia la iglesia mayor, ya
lo creo, y el templo del Convento, y la ermitica de San Bartolomé, junto al
Balcón del Muro (¡qué gracioso!, cuando acabó la Guerra Civil, en 1939,
ajardinaron y remodelaron la zona, abrieron una pequeña biblioteca y
construyeron el pasadizo del Balcón del Muro, todo para erradicar el «cagadero»
de tanta gente no poseía ni retrete de pozo ciego en sus casas; entonces
mandaron poner una lápida a la entrada de dicho pasadizo, que más o menos decía
lo de siempre, y al final ponía: «…1939, año de la victoria», más cuando llegó
la época que había que “desmemoriar” al pueblo de todo lo que no fuera del
agrado de las nuevas ideologías gobernantes, cosa nada original, pues Orwell ya
lo había escrito en 1949, y tuvieron que ocultar con disimulo el escudo de
Correos porque era una lástima destruirlo a martillazos, pues dicha lápida la
arrancaron y la hicieron desaparecer, todo por lo de «…año de la victoria»; más
lo gracioso es que quienes un tiempo después mandaron fabricar placas nuevas
para los nombres de las calles del casco histórico, metieron un gol a los
«iconoclastas de la desmemoria» y colocaron una en las casas que se asoman al
espléndido paisaje de los puentes de Hierro y de los Nueve Ojos que pone
«Balcón del año de la victoria» si no me equivoco, ¡toma ya!, texto que puede
hacer la «lía un picho» a cualquiera que ignore la historia reciente, y
recientísima, de nuestro pueblo).
Pero, ¡ay!, me he ido por los cerros de
Úbeda, porque yo lo que quería era hablar sobre las excelencias del Paseo
Ribereño, que no tiene rival en Cieza, ¿o sí?, el Jardín Príncipe de Asturias.
Podría incluso decirse: «Paseo ribereño versus Jardín Príncipe de Asturias».
Qué tontería, ¿no? Pero miren, por ahí anda la cosa. Cuando gobiernan los «unos»,
el Príncipe de Asturias cae en el semi abandono, refugio de porreros y
botelloneros, cuya presencia expulsa de su disfrute a la gente corriente; y
cuando gobiernan los «otros», medio lo arreglan y mandan a los jardineros a
diario para que lo dejen como un San Luis (aunque una de las dos hermosas y
altas palmeras que plantaron para su inauguración en lo que es la plaza
central, se secó o no agarró, y, como si fuera un imposible, una ecuación de
segundo grado sin solución, nadie fue ni ha sido capaz de mandarla reponer;
bueno, y otras muchas cosas bonitas de este parque, que por cierto nos costó a
los ciezanos una millonada por cabezonería y por litigios hasta en el Tribunal
Supremo de los dueños de los terrenos expropiados, muchos otros elementos,
digo, han quedado anulados en los lavados de cara sucesivos cada vez que
gobiernan los «otros», que tampoco es que se esmeren demasiado, ¡vamos!).
Pero sin embargo, ni con los «unos» ni con los «otros» ha tenido ni
tiene el Paseo Ribereño el mantenimiento que se merece. Desde su construcción,
en los tiempos de Paco López, ahí está, como la Puerta de Alcalá, enfermando y
secándose los arboles por falta de riego y cuidados, donde hay un montón de
zonas «calvas», que nadie piensa encargar a los jardineros un plan integral de
restauración y protección de la zona. No señor, solo se han se han llevado a
cabo parcheos puntuales: la tradicional limpieza y desbroce una vez al año por
parte de los trabajadores de los Consejos Comarcales, reparaciones de
barandillas sueltas, de muros caídos, de ladrillos o piedras despegados, talado
de ramas o árboles que podrían causar peligro (menos mal) y colocación de
papeleras, que cuando se rompen (perdón, las rompen los vándalos), rotas están.
Pero el gran parterre central, desde hace muchos, muchos, años, y cada vez más,
presenta aspecto desolado y descuidado, ¡muy descuidado! Nadie valora el gran
servicio que esa zona pública presta a la ciudadanía; me atrevo a decir que es
más visitado que el Paseo, y cien veces más disfrutado que el Parque Príncipe
de Asturias, que si a eso vamos, al servicio que da a la gente y por una simple
regla de tres, calculen las atenciones de jardinería que se merece esta arteria
ribereña. Pero no, no se reconoce. Se sabe, sin embargo, que allí va gente
desde antes de amanecer el día hasta bien entrada la noche; ¿cuántas personas
pasearán y harán deporte todos los días en el Paseo Ribereño? Yo qué sé, pero
más de mil, ¿no creen? Pues fíjense, qué hermosura de sitio, si estuviera
atendido como dios manda. (¡Ojo!, ni mu digo del estado de las obras más recientes
de acondicionamiento y embellecimiento del río; eso serían palabras mayores.)
©Joaquín Gómez Carrillo
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