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Vivirás en nuestra memoria |
Llevaré ahora tu alianza, Mari. Aunque le he tenido que rodear una hebra de hilo para que se ajustara bien a mi dedo meñique. Es el anillo que te puse cuando nos casó en el Convento Don José Lafuente (¡qué buen hombre era...!; luego vendría a esa misma parroquia de San Joaquín Don Juan Fernández, que sería el cura que les echara el agua a nuestras hijas). ¿Recuerdas que los anillos nos los grabó Dimas con nuestras iniciales y con dos fechas distintas...? Sí, el uno con la de la boda, en 1980, y el otro con la del día en que nos hicimos novios siete años antes, cuando éramos casi unos adolescentes que durante las vacaciones del instituto subíamos a trabajar a la fábrica de los Guirao en la Estación, que íbamos al Capitol los domingos y que aquel verano, en el Pabellón del Gran Vía, enamorados, bailamos escuchando a Camilo Sesto cantar “Algo de mí”.
Es difícil pensar ahora, Mari..., ahora que han pasado casi cuarenta años desde que decidimos unir nuestras vidas, desde que descubrimos que el centro del mundo éramos nosotros dos; ahora que me he quedado solo porque te has ido para siempre (a nuestra nieta Paula le hemos dicho que estás en un viaje muy largo, muy largo); y tu ausencia es como un precipicio sin fondo en mi cabeza, un vacío extraño al que no me acostumbro, una losa que me oprime el alma... Es muy difícil pensar... Tengo la constante impresión de que esto que nos ha pasado no es real, de que tu presencia, intacta en cada objeto de la casa, te ha de traer de nuevo; de que no has desaparecido de entre nosotros dejándonos estragados por la pena. Es por eso que me agarro a nuestros recuerdos como a una tabla de salvación en mitad del océano.
En realidad, Mari, tú y yo éramos felices aunque no nos dábamos cuenta (la felicidad existe y es vital y necesaria como el aire que nos rodea, por eso la añoramos tanto cuando nos falta). Pero como sabrás, hay por la casa montones de fotos que atestiguan una pequeña parte de los buenos momentos de nuestras vidas: el nacimiento de cada una de nuestras hijas, sus cumpleaños rodeados de familiares, su primera comunión y nuestros viajes, siempre juntos, a tantos lugares... Luego, para ellas, la escuela, el instituto... Y tú siempre cumpliendo fielmente con tu papel de madre responsable, pues tenías claro que lo más importante de todo era su educación, por eso estabas siempre implicada en las APA o formando parte de los consejos escolares. Luego les llegó la universidad... “Lo que ellas quieran estudiar, lo que ellas quieran ser”, decíamos. Y ya ves que las tres tienen ahora las carreras que se propusieron, para trabajar en lo que más les gusta. ¡Qué satisfecha puedes estar, Mari, de haber querido tanto a tus hijas! Toda tu entrega y todo tu proyecto vital han sido siempre ellas. ¿Se puede aspirar al algo más noble en este mundo...?
Pero el destino ha querido que el día siete de este mes de julio nos dejaras. Estabas preparada para ello desde hacía algún tiempo y sorprendías a los médicos con tu fortaleza de espíritu y de lucha por la vida. Sólo una vez, cuando ya sabías que no había vuelta atrás, me dijiste: “tengo miedo”, como lo tuvo Jesús en Getsemaní, pensé; mas en seguida volviste a tu entereza moral para aceptar lo irremediable, como Jesús también: “...que se haga tu voluntad y no la mía, Padre”. Ya sabes que lo hemos pasado mal estos últimos tiempos, Mari. Pero siempre hemos estado contigo, juntos y en todo momento: nuestras hijas las primeras: Ana Sofía, Verónica del Alba y Victoria Elena, quedándose a dormir incluso por las noches en aquellos bancos desangelados y fríos de la sala de espera del hospital; tus hermanos: Pepi, Pascual y Manolo (¡cuánto cariño han demostrado tenerte...!); tus padres: Maruja y Egea, llenos sus corazones de dolor por esta muerte a destiempo, que, lo diga quien lo diga, no es “ley de vida”; y yo, como ya sabes, en mi sitio, que era a tu lado hasta el final.
Es complicado pensar ahora, Mari. Pues algo se me derrumba por dentro cuando tomo conciencia de que no estás, de que no oiré más tu voz, tu risa; de que no veré más tus hermosos ojos azules, de que ya no te podré tener nunca entre mis brazos..., de que jamás podré compartir contigo mis emociones, mis dudas, mis preocupaciones, mis proyectos, mis ilusiones o mi felicidad. Ahora te evoco en las fotografías, ¡que guapa eras, mujer!, y comprendo lo efímero de esta vida. Pero me doy cuenta de que lo mejor de ti ha quedado como una semilla en nosotros, pues has sido una madre perfecta, excelente esposa, abuela del amor más grande, y una buena persona para todos. Tus amigas han sentido mucho tu pérdida. Ya sabes que algunas fueron a verte al hospital y que llamaban luego por teléfono para interesarse por ti (Ana Salmerón, no sé si casualidad o misterio, llamó justo un minuto después de haberte dormido en paz). Eran muchas las personas que te querían, y aún, por dondequiera que me ven, me dan las condolencias y me dicen que rezan por ti, pues te siguen teniendo presente en su recuerdo.
Ahora tienes que estar en paz donde te halles, Mari. Pues has vivido una vida hermosa, de amor, de entrega y de ilusión; también ha habido desvelos, es verdad, y lucha y trabajo, pues eras capaz de cumplir con tus obligaciones laborales y de llevar para adelante las tareas y la responsabilidad del hogar. Pero todo lo endulzaba siempre el amor, que jamás nos ha faltado en nuestro matrimonio.
En tus últimas horas, Mari, dormida ya por el tratamiento, te estuve colmando los oídos de cariño (la doctora Mª Ángeles me había dicho que no sabremos nunca si podías oír o no). Tus hijas te rodeaban, te acariciaban y te daban dulces consejos: “mamá, duerme tranquila que estamos aquí contigo..., contigo siempre...” Así que pasaste de un sueño a otro sueño sin saberlo. Ahora vivirás en nuestra memoria, y yo llevaré por ti nuestros dos anillos, con los que un día, sin pensar en el hachazo terrible de la muerte, nos prometimos amor eterno, como las golondrinas en primavera.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 28/07/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")