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Playa de Ondarreta (San Sebastián), con el Monte Igueldo al fondo. Año 1998
En todas las conquistas de territorios mediante la guerra siempre se han utilizado dos armas básicas: la espada y la entrepierna, los cañones y la entrepierna, los Kalashnikovs y la entrepierna, las bombas y la entrepierna. En todas, con mayor o menor virulencia o con más o menos saña, pues es la manera más humillante de vencer al enemigo: pasándolo a cuchillo y violando a sus mujeres. San Sebastián, hace ahora doscientos y pico de años, no se libró de ello: hubo saqueo a calzón quitao, matanzas y violaciones a mansalva, e incendio de sus casas hasta los cimientos.
¿Y cómo se llegó a ese extremo? Fue en la Guerra de la Independencia: ya recordarán que entre el felón de Fernando VII y el «tontol’haba» de su padre Carlos IV hubo un «quítate tú, que me ponga yo», que desembocó en las abdicaciones de Bayona, vendiendo España a Napoleón Bonaparte por un plato de lentejas (es un decir, porque el de Córcega mantuvo exiliados en Francia a los dos Borbones, a cuerpo de rey y con paguica incluida, que nunca viene mal, oiga). De resultas mandó al picapleitos de su hermano para acá a ver si podía quitarlo de la bebida: «Pepe, te voy a poner de rey de l’Espagne, ¿qué te parece?». Y el otro dijo: «Pos vale». Se dejó el burdeos y se enganchó al rioja. Eso fue en 1808: ya teníamos franceses en España, y empezaron los rifirrafes, que «las gaditanas se hacían tirabuzones con las bombas que tiraban los fanfarrones». Y así, 4 o 5 años. (Un catecismo de la época —los catecismos, incluido el de Ripalda, enseñaban preguntado y respondiendo— decía: «¿Sería pecado matar franceses». «No, señor: Antes bien, se merece mucho, si con esto se libra a la patria de sus insultos, robos y engaños»). Así estaban las cosas de malitas.
La primera vez que estuve en San Sebastián, fue con mis hijas pequeñas y nos instalamos en un camping municipal en el monte Igueldo: ¡la primera en la frente!: nos robaron esa noche el hornillo de gas butano (¡jamás! nos habían robado nada en los numerosos campings que recorrimos por toda España). El monte Igueldo, para que se hagan una idea, está en el lado izquierdo mirando al mar, donde abajo, en las rocas, se halla el famoso «Peine del viento», de Chillida. Allí arriba se encuentra el parque de atracciones más antiguo de España, y desde aquella altura se puede contemplar una fantástica vista sobre la ciudad: Descendiendo el monte nos encontramos en primer término con la playa de Ondarreta, después, siguiendo la línea de costa y dejando a la derecha, en alto, el bonito Palacio de Miramar, a donde iban antes a veranear los reyes (ahora el inmueble es del ayuntamiento de la ciudad), entramos en la grandiosa playa de La Concha, con su célebre barandilla del paseo marítimo, hasta llegar a la otra punta, donde se encuentra el edificio del ayuntamiento.
Resulta que en 1813, la localidad era muy pequeña (menos que Abarán) y estaba muy bien amurallada; constituía una ciudadela inexpugnable bajo el castillo del monte Urgull. Y resulta que mientras España entera estaba en lucha contra los franchutes; ya saben lo del «dos de mayo en Madrid» y «Los fusilamientos de la Moncloa» en la pintura de Goya, etc., pues San Sebastián se había «afrancesado» muy bien y no tenía problemas. Los donostiarras no hacían mucho caso a la presencia de las tropas francesas y las autoridades españolas afrancesadas, como un tal Francisco Amorós (el inventor del potro y el plinto, ¡hay que fastidiarse!), que había sido nombrado jefe magistrado de la ciudad por «Pepe Botella», ejercían su gobierno y la gente iba a su bola. Todo perfecto. Pero llegó el momento en que había que echar a los franceses de todo el territorio nacional, y como España siempre ha mantenido relaciones de amor/odio con Inglaterra y con Francia, pues para acabar la Guerra de la Independencia y darle caña a Napoleón se aceptó la colaboración de los britis.
Ir de potes, de «pintxos» o de «pintxo-potes», es algo muy arraigado y gastronómicamente placentero en San Sebastián. A las 12 del medio día comienzan a llenarse los mostradores con bandejas repletas de deliciosos «pintxos» (porque van pinchados con un palillo) y empieza el público a escoger, casi comiendo más por los ojos que por la boca. Sólo hay que guardar los palillos, así que al final se los muestras al camarero, él cuenta y tú te rascas la cartera. En la Plaza de la Constitución está lo más fetén en la degustación del poteo. Recuerdo que allí había una librería y en ella un loro que parlaba francés (en algunos comercios admitían pesetas y francos). Al librero le pregunté por la numeración en los balcones de la plaza y me explicó que provenía de los tiempos en que se celebraban allí corridas de toros y estos eran palcos para el distinguido público. En calles aledañas había herriko-tabernas, llenas de basura política, fotos de etarras y banderas batasunas; es decir, locales no muy recomendables para entrar con una pulserica de bandera nacional y pedir un vino español.
Los portugueses se habían unido a las tropas inglesas y españolas que luchaban contra los franceses en España, aunque no hacía mucho que Godoy, queriendo figurar invicto de una campaña bélica, como los césares de Roma, le declaró una guerra de juguete a Portugal: la llamada «Guerra de las naranjas», por la que España se quedó con Olivenza (Badajoz) y aún no se la ha devuelto, ni se la va a devolver. Y a la reina María Cristina (¿amante de Godoy?), le mandó un ramito de naranjas de Elvas. Dichas tropas aliadas (españolas, inglesas y portuguesas) sitiaron y asediaron ferozmente San Sebastián para acabar con los gabachos, que estaban durando ya más que el conejo de las pilas: cañonearon sus murallas hasta destrozarlas, resultando un alto número de muertos y heridos, entre asaltantes y las tropas francesas que resistían en el interior.
En la preciosa catedral gótica del Buen Pastor, cuya luz de las vidrieras creaba un efecto mágico en su interior, recuerdo que no encontré folletos en español, pues ya se encargaba el obispo Setién de que sólo hubiese en vascuence, por lo que escribí una nota despachándome a gusto. Luego, de la puerta de la catedral, todo recto, llegamos a la iglesia de la Virgen del Coro, patrona de la ciudad (por dicha calle hacían todos los años la famosa procesión en la que el alcalde Elorza y el presidente Ardanza soportaban a duras penas los exabruptos de los abertzales).