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El curso 1970/71, me acuerdo que comenzó en la propia iglesia de San Juan Bosco. El año anterior se había realizado la ceremonia de apertura y la entrega de diplomas en el Salón de Actos del instituto. Éste, originariamente no tenía escenario en alto como en la actualidad, sino sólo un estrado de madera y sobre él una mesa corrida, donde para los actos importantes se sentaban el director y demás profesores o autoridades invitadas.
Pero a punto de comenzar 3º de bachillerato un servidor de ustedes, sería en el modesto templo parroquial donde, tras oír misa todos, irían nombrando a aquellos alumnos que habíamos obtenido matrículas de honor el curso anterior; y allí, al pie de la escalinata del altar, con la solemnidad requerida, algunos recibiríamos el parabién y el aplauso por nuestros esfuerzos estudiantiles.
Por otra parte, el número de alumnos del instituto había aumentado considerablemente y hubo que hacer algunos cambios estructurales: la cantina del Mocho, hombre volcado también en la amistad con el cura Salas desde que hizo “los cursillos” en los Jerónimos, se había trasladado al sótano y, ocupando el amplio pasillo que iba desde la puerta de Talleres hasta el Salón de Actos, se cortaron varias clases: una de ellas fue precisamente para 3º-A, a la cual accedíamos por el mismo espacio de Talleres, que cada vez se utilizaba menos. En cuanto a mis compañeros de clase, algunos habían ido quedado atrás o abandonando los estudios; no obstante, otros vinieron desde el colegio de Isabel la Católica o de no sé dónde, como mi amigo Félix Cesáreo Gómez de León, que anda hoy por los cinco continentes escalando montañas, o como mi amigo Francisco Marín Escribano, que ya conocen ustedes por sus cargos políticos.
Ese curso nos cambiaron el profesor de religión (al nuevo cura le decíamos “el Pajarillo” y el hombre, como Dios le encaminó, se esforzó en ponernos al corriente en materia sexual, aunque daba las explicaciones con envoltura de discurso piadoso). Más en modo alguno dejamos de visitar la iglesia de San Juan Bosco y la casetica del Salva, que vendía jínjoles, pipas Churruca y Ducados sueltos. También llegó, para impartir Ciencias, Doña Fuencisla Hidalgo, a la que yo le traía fósiles y minerales. (En comparación con Doña Alicia, “la Fuencisla” salía mucho ganando). De matemáticas, ese curso, nos pusieron a Don Juan Martín, un tipo duro, aunque no menos duro había sido Don Diego Bruno el año antes. Más como las ventanas daban al patio, nos entreteníamos bastante mirando cómo Ana Martínez ponía a correr en círculo a las alumnas y luego, tumbadas éstas en el suelo, les mandaba hacer la tabla de gimnasia. Por otra parte, el Señor Mendoza seguía bastante permisivo en su asignatura de FEN: con saberse las Leyes Fundamentales y los Principios Generales del Movimiento, que conformaban la “constitución” del régimen franquista, era suficiente para aprobar. Pues quizá el hombre intuyera que de poco serviría ya el “Formarnos en el Espíritu Nacional” de la dictadura, cuyo ocaso del patriarca estaba a un tiro de piedra.
Mas ocurrió que a finales de aquel curso, dos alumnos del instituto, de los que visitábamos la iglesia de San Juan Bosco, tuvimos por separado diferentes ideas que nos ocuparían el tiempo de las vacaciones estivales: uno de ellos, más comprometido entonces con las cosas de la Iglesia, cuya serena conducta personal de lector de la Parroquia y misa diaria nos ponía a veces el cura Salas como ejemplo, creyó haber escuchado la llamada de Dios; mientras que quien les habla se planteó el arduo objetivo de estudiar el cuarto de bachillerato ese verano y presentarse por libre en setiembre.
De modo que al acabar los exámenes de tercero, me fui a casa de mi amigo Pascual Marín Fernández, que vivía en la Plaza de los Carros, y le pedí prestados sus libros de cuarto, que él había hecho. Después le pedí a Pascual el Sacristán que me diera clases de matemáticas y éste, amablemente, accedió, y lo hacía en la casa de Matías Alacid, en la calle Pérez Cervera, cuyo hijo Melchor era compañero mío de clase desde primero.
Así que fue por aquella sencilla razón, por la que Ramón Ortiz y este que les habla, ese verano del año 1971, además de por los motivos habituales que nos llevaban a San Juan Bosco con asiduidad, nos reuníamos dos o tres veces a la semana en el despacho parroquial de Don Antonio Salas, para que éste nos diera clases de latín. A mi amigo Ramón, para perfeccionarse en la lengua vaticana porque pretendía marcharse a la Universidad Pontificia Comillas, y a mí para aprobar el cuarto. Que llegado setiembre ¡lo aprobaría todo, más la reválida! (con la inestimable ayuda de cura y sacristán, a quienes yo agradeceré siempre); entonces pasaría a quinto y me pillaría de nuevo por su banda Doña Alicia, cuyo silencio exigido al entrar ella en clase se podía cortar con una navaja.
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