.
No sé si hemos hablado alguna vez de ella aquí, en El Pico de la Atalaya, pero la Fuente del Ojo forma parte ya de todo aquel patrimonio de Cieza que el viento se llevó; no sólo el viento constante de los cambios de la vida, ni siquiera el viento impetuoso de las revoluciones, que todo lo trastocan imponiendo cosas nuevas sobre el borrón de lo viejo, sino el peor de los vientos: el de la desidia, la dejadez y el olvido.
Recuerdo que el día en que mi abuelo, Joaquín del Madroñal, me llevó de la mano a conocer el tren era Viernes Santo. Y recuerdo que por aquel entonces, cuando yo aún no levantaba cuatro palmos del suelo, existía en el pueblo la sana costumbre de ir todo el mundo a la Fuente los Viernes Santos por la tarde. Era una hermosa forma de esparcimiento y ocio, una manera pacífica de relacionarse, una especie de romería “civil” a extramuros.
Entonces, como en Viernes Santo se decía que “estaba el Señor muerto” y, a diferencia de ahora, que es tomado por muchos jóvenes como día de juerga y borrachera, se hallaba todo cerrado a cal y canto, y hasta en las emisoras de radio sólo se permitía poner música clásica o sacra, la gente, después de ver la procesión y comer un arroz con caracoles, solía decir: “¡vamos a la Fuente del Ojo!”
Por el camino, que pasaba frente la puerta de Manufacturas Mecánicas de Esparto, industria puntera en el ramo de la espartería, iban personas de todas las edades: padres con hijos, abuelos con nietos, parejas de novios, grupos de amigos y pandillas de adolescentes de ambos sexos que habían estrenado un cuerpo nuevo aquella misma primavera. Luego, llegado al lugar, el gentío se desbordaba en torno al edificio del lavadero y sus alrededores. Pues la Fuente del Ojo era el lavadero público a donde las mujeres, en época anterior, cuando aún no había agua corriente en las casas, tenían que desplazarse, de día o de noche, cargadas con los líos de ropa y los barreños de cinc a la cabeza para hacer la colada.
Mi abuelo aquel día, como si tuviese la potestad para mostrarme el mundo, recuerdo que me señaló con el dedo algunos lugares de la Fuente, como las pilas de lavar, rebosantes de agua clara, o el manantial del Ojo, donde nacía entre peñones el caudal que hacía andar el Molinico de la Huerta y servía para regar por tanda todos los olivares de Cieza. (Pocos años después, cuando las autoridades permitieron que se perforara abusivamente el subsuelo en torno a la Sierra de Ascoy hasta esquilmar el gran acuífero subterráneo, también se perdería aquel manantial de siglos, quedando hoy sólo un agujero lleno de basuras).
Luego, por una sendica que ascendía a través de los “losaos” de piedra, mi abuelo me llevó hasta la humilde morada de un pariente suyo que vivía en los Casones, donde para refrescarse se tomaron una paloma de aguardiente. Desde arriba se veía bullir el hormiguero alegre de la gente, entre la que estaba el carrito de las pipas y cascarujas, el del chambilero, el de las rajas de coco, el que vendía almendras rellenas y manzanas rojas de dulce ensartadas en un palo, y el hombre cojo que llevaba una gran cesta de mimbre al brazo con milhojas y las voceaba diciendo: “¡milhoja’peseta!”
Más tarde, pasando junto a una balsa de cocer esparto, nos fuimos camino de la Estación. Y por entre los olivos, alejándonos, aún se oía el bullicio de la Fuente del Ojo: de los chitos que se capuzaban a placer en las pilas llenas, de la chiquillería que correteaba alborozada de un lado para otro, de los jóvenes que disfrutaban riendo de forma incontenible, o de los adolescentes, proclamando su metamorfosis de la vida.
En la Estación, más allá de las vías del Chicharra, había algunas personas esperando con sus bártulos de viaje. Entonces llegó una locomotora, negra y aparatosa, resoplando vapor por entre las bielas con la furia un animal antediluviano, y mi abuelo me apartó aun lado del andén con cuidado para que no me fuera a entrar alguna brizna de carbonilla en los ojos.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario