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Desde hace algunos años, en este país nuestro, la política empieza a impregnarlo todo y los políticos han echado mano de casi todo para utilizarlo en su beneficio partidista, bien como elemento de persuasión de los votantes, bien como arma arrojadiza para descalificar opciones rivales. De forma que una de las cosas que menos se ha librado de este fenómeno ha sido la lengua: las diferentes lenguas españolas, cooficiales junto con el castellano, que se hablan en distintas comunidades autónomas de España. Así que, en esta batalla absurda de algunos gobiernos autonómicos por descastellanizar la población y aislarla lingüísticamente de un supuesto estado “opresor” o “intervencionista” o “invasor” o como diablos quieran llamarlo en el gran embuste nacionalista, lo primero de todo es cambiar los nombres de lugares y pueblos.
¿Qué quiere esto decir? Muy sencillo: la legislación estatal de régimen local de 1985 autorizó a cambiar el nombre oficial de los municipios españoles, de forma que ese nombre podía ser en español, en la lengua vernácula de la comunidad autónoma o en las dos al mismo tiempo, como por ejemplo: Pamplona e Iruña, o San Sebastián y Donostia (ambos nombres son oficiales, tanto de la ciudad navarra como de la vasca, respectivamente); aunque en muchas otras ciudades o pueblos españoles optaron por quedarse sólo con uno: el nombre en catalán, en valenciano, en vasco o en gallego. Hasta ahí, correcto. Nada que objetar. Cada ayuntamiento, según la ley, es libre de elegir democráticamente el nombre de su localidad en la lengua oficial que le dé la gana. Pero a lo que voy es que eso no implica ni obliga a nadie castellano hablante, como ustedes y yo, a dejar de denominar los pueblos de España con el nombre en español de toda la vida.
A ver, unos ejemplos: ¿cuántos nombres oficiales creen ustedes que tiene la ciudad de Zaragoza? Pues uno: Zaragoza. Sin embargo no es incorrecto que hablando o escribiendo en catalán se le llame “Saragossa”. ¿Cuántos nombres oficiales creen ustedes que tiene la capital de la Toscana italiana, donde podemos contemplar el David de Miguel Ángel y el Nacimiento de Venus de Boticelli? Pues nada más que uno: “Firence”, pero si hablamos o escribimos en español decimos siempre Florencia. ¿Cuántos nombres oficiales piensan ustedes que tiene la capital del Reino Unido de la Gran Bretaña? Pues está claro que sólo tiene un nombre: “London”, pero nadie es tan tonto para estar hablando o escribiendo en español y no decir Londres. ¿O cuántos nombres oficiales creen ustedes que posee la ciudad francesa donde murieran Francisco de Goya y Francisco Rabal? Pues cuántos va a tener, me responderán ustedes: el nombre francés de Bordeaux. ¿Me entienden ya por donde voy…?
Ahora bien, ¿verdad que sería un poco absurdo expresarse en castellano y decir: “Este fin de semana he ido a London”, “me han regalado una botella de vino de Bordeaux” o “Tengo una hija estudiando en Firence”? No pega ni con cola. No tiene sentido hablar en una lengua y utilizar toponímicos de otra cuando existen conocidísimos y seculares nombres en la propia, en español. Pues todo el mundo tiene más claro que el agua que la ciudad francesa, a orillas del río Garona, no es otra que Burdeos; la famosa cúpula de Santa María del Fiore, de Brunelleschi, está en Florencia; y la ciudad del río Támesis no es otra que Londres.
Les digo esto porque ya en todos los medios de comunicación, mapas, libros y demás publicaciones, así como en los textos de las escuelas, se olvidan, no sé por qué, de los nombres en castellano de algunos pueblos y ciudades españolas. Y no hablo de los oficiales que en su día, hace sólo unos años, eligiera democráticamente su propio ayuntamiento en lengua distinta del castellano, sino del nombre que existe desde hace siglos en lengua española para designarlos. Hablo por ejemplo de Lérida, de Gerona, de La Coruña, de Fuenterrabía, del Valle de Arán, de Viella, de Seo de Urgel, de Játiva, etc.
Les confieso que yo he oído al ex presidente de la Comunidad autónoma de Cataluña, Jordi Pujol, decir Lérida mientras hablaba en español y pronunciar Lleida cuando se expresaba en catalán. Eso es lo correcto. A ver si ahora nosotros vamos a ser más papistas que el Papa.
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