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Este artículo pone fin a una particular visión evocadora de San Juan Bosco, que, como Dios me ha encaminado, les he resumido en los cuatro anteriores. Mas mi relación con la Parroquia, que realmente se inicia cuando un Don Antonio Salas jovencito me da la primera comunión en aquel humilde almacén, sacralizado provisionalmente, que había un poco más abajo del actual templo, no se ciñe sólo a mi paso como estudiante del Instituto, sino que luego me he sentido siempre cercano a ésta por diversas causas. En la actualidad, y desde hace veinte años, vivo en el barrio, y mis tres hijas han tomado también la primera comunión en esta iglesia. Aunque cayendo un poco en la nostalgia, permítanme decirles que ya nada es igual a lo que era.
Por eso yo quería acabar mencionándoles otras experiencias personales relacionadas con San Juan Bosco y con el cura Salas, que en mi recuerdo, ¡ay!, van siempre inequívocamente unidos.
Primero les diré que Don Antonio, no sólo tenía la virtud de permitir que los jóvenes, cuando entonces lo éramos, nos acercáramos a él, sino que sabía compartir el tesoro de la amistad con muchas otras personas, de todas las edades, aunque no hubiese por medio un vínculo de feligresía. (En este punto les diré que no dejen de leer el librillo que ha editado la Parroquia por su cincuenta aniversario, del cual les hablé al principio).
De la cantidad de personas allegadas a San Juan Bosco, y al que ha sido su párroco hasta su jubilación, me van a permitir que mencione sólo dos nombres: uno es Manuel Torres, hombre que en su juventud fue llevado a pegar tiros a la Guerra Civil, que estuvo de escribiente en la Banca de Martinejo, en el Camino de Madrid, y que luego pasó a ser contable hasta su jubilación en la Fábrica de los Guiraos, donde llevaba al dedillo la contabilidad de esta importante industria conservera, haciendo todas las operaciones matemáticas de cabeza. Manuel Torres, de cuya amistad me honro, es hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno, que a sus ¡casi cien años de edad! conserva una memoria prodigiosa. (En el referido libro sale fotografiado al menos en un par de ocasiones).
La otra persona que citaré por su estrecha amistad con el cura Salas es José Antonio Ortuño. Éste hace años que ya no está entre nosotros y el día en que lo llevamos a darle sepultura, yo vi a Don Antonio Salas llorar por dentro cuando lo despidió con una oración en el cementerio.
Ortuño también era de los que, con apenas dieciocho años recién cumplidos, fueron obligados a luchar en la maldita Guerra. Luego, tras muchos avatares, llegó a ser en Cieza un conocido y respetado comerciante de electrodomésticos, con quien yo trabajé durante bastantes años. Y esta es la razón por la cual en ese mismo tiempo visitaba de vez en cuando la Parroquia o la propia casa del cura, para instalar o reparar cualquier aparato.
Entonces llegué a sustituir por completo el equipo de sonido de la iglesia: nuevo amplificador, nuevos micrófonos y excelentes columnas de altavoces que difundían las homilías de Don Antonio en toda la nave, sin ecos ni reverberaciones, como si el cura hablara al oído a cada uno de los feligreses. (No como ahora, que inexplicablemente, y tras colocar otros altavoces y en menor número de puntos, se ha empeorado considerablemente la acústica). También llegué a ponerle nuevos altavoces exteriores, apuntando a los cuatro puntos cardinales del barrio, y cambiarle por otro más moderno aquel viejo tocadiscos Bettor-dual donde había que seguir “pinchando” el disco con los toques de campanas enlatados.
De modo que, durante años, y a través de la empresa de Ortuño, tuve el honor de prestar mis servicios a la Parroquia de San Juan Bosco (igualmente lo hacía en otras iglesias, entre ellas la de San Joaquín, de la cual no dejaré de mencionar a Don José Lafuente, quién ofició mi matrimonio con Mari Egea, y a Don Juan Fernández, el cura que le echó el agua a mis tres hijas: Ana Sofía, Verónica del Alba y Victoria Elena).
Y termino con una anécdota que Don Antonio Salas sabrá perdonarme. Siendo él nuestro profesor de religión, alguna que otra vez nos llegó a confesar que en sus tiempos del seminario, todas las materias impartidas en clase, las daban en latín; de modo que es obvio decir el dominio que poseía, o que posee, de la lengua oficial del Vaticano. Más ocurrió que un día, tras haber avisado de que no funcionaban los altavoces externos, subí hasta la parte alta del edificio (que no era fácil, pues con una escalera había que encaramarse por un ventanuco, caminar por una cornisa y hacer títeres sobre el muro), donde estaban instaladas las bocinas, cuyas carcasas eran de plástico duro, y comprobé la causa de la avería. Entonces descendí de nuevo llevando la prueba de lo que ocurría para enseñársela al cura.
Me acuerdo que estaba el hombre sentado en su despacho de la sacristía (donde años antes me diera clases de latín). “Don Antonio –le dije–, los altavoces, es que los han tiroteao con una escopeta; mirusté los agujeros y los perdigones incrustaos.” Entonces, lleno de asombro, el cura saltó de forma natural: “¡Serán filius meretrice…!”
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