INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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28/12/08

Bajo el olivo



(Décimotercer relato del libro "Relatos Vulgares")


Esas cosas no se olvidan. Él te dijo entonces: si hubieras venido diez minutos antes le habrías visto morir. Él estuvo durante horas sujetándole la mano derecha, donde llevaba puesto el gotero con un suero básico. Don Blas les había dicho: le queda muy poca vida, es como una velica que se va apagando poco a poco. Don Blas era contrario a prolongar el sufrimiento de la agonía y aconsejó no moverlo de su cama; para qué, les habló claramente. Tú, mientras, ibas y venías; tenías que acudir a tu trabajo, a tus responsabilidades, a tus quehaceres de la vida; ellos, en cambio, permanecían allí esperando el desenlace final. Una de las veces fue cuando él te dijo, en la frialdad espesa de la muerte que anegaba la alcoba: así es la vida, hijo, yo le he visto arar la tierra con ahínco y cargarse los haces de esparto de rodillas. Y para que no se arrancara la aguja hipodérmica, que llevaba puesta en la muñeca, con los movimientos casi involuntarios de su vejez terminal, él, hecho a la situación, se mantenía junto al lecho dándole la mano con un apretón de saludo, de adiós mejor, de despedida para siempre.

Sólo cuando le viste luego en el suelo empezaste a tomar conciencia de su muerte. En un periquete lo habían amortajado con un traje negro que no se ponía desde hacía años y que ya le quedaba algo grande. Le habían atado un pañuelo blanco a la cabeza sujetándole la mandíbula para que no se le abriera la boca, y otro en los tobillos para que entrara de la mejor manera en el rigor mortis. No habías pensado nunca en esas cosas tan domésticas de la muerte, sólo después de verlo caíste en la lógica. Incluso hay gente que días antes prepara un tablero, que no se sabe dónde lo tienen escondido, pero que en ese momento aparece y lo ponen encima de la cama y sobre él colocan al fallecido. Pero ellos no habían caído en ese detalle, por eso extendieron una sábana sobre las frías losas del suelo y así fue como le viste, con dos monedas sobre los párpados para que se tuvieran cerrados en el sueño eterno. Aún había en la alcoba gente, recuerdas, que no era de la familia; son esas personas que aparecen en el instante justo y saben todo lo que hay que hacer: abren los armarios como si hubieran vivido allí siempre, sacan el traje aquel que los hijos habían pensado ya ponerle para el último viaje pero que no lo dijeron a nadie, abren los cajones de la cómoda o de la mesilla de noche intuyendo que están allí aquellos calcetines que alguien compró un tiempo antes y dejó guardados, por si pasa algo, por no decir: para cuando se muera, pero estas personas van y los encuentran y sin que nadie se lo diga se los colocan, después hallan los zapatos negros que estaban bien guardados en su caja bajo el perchero, mientras ellos, los hijos, lloran a medias medio abrazándose sin hacerse aún a la idea plena de que lo han perdido para siempre, y estas personas le calzan y le cruzan las manos y le adecentan el aspecto, mientras su cara va adoptando ese tono arcilloso de la materia yerta, de lo que ya no es ni será el gesto amable de quién fue, ni tampoco el rictus amargo de la tortura de la enfermedad terminal de los últimos días. Esas personas son casi siempre vecinos allegados o familiares que no lo sienten mucho (te contaron de uno, al respecto, que apareció una cuñada, que llevaba treinta años sin hablarse con aquél, como llamada con una campanica; la viuda, llorando y moviendo la cabeza te lo refirió: si a él se lo hubieran dicho quién lo iba a amortajar, con su genio que tenía...)

Cuando le viste así, ya sin vida, en el suelo frío de la alcoba, y él, en la puerta, te dijo aquello de “si hubieras venido diez minutos antes...”, te acordaste entonces, no de cuando te tomaba de la mano, siendo tú apenas un niño, y te llevaba a la feria y te compraba un pito de madera o una navajica de aquellas con cachas de colores o te montaba en el tiovivo sobre un caballo desrabado de tanto girar, como el mundo, ni de cuando te sentaba encima de sus rodillas y con su cara, ahora yerta como la arcilla antes del soplo de Dios, rozando tu cabeza empezaba a enseñarte la magia de las letras en un Catón Moderno viejo, ni de cuando te contaba cuentos con la paciencia que tenían los abuelos de antes para contarlos, ni del día que te llevó al cine para que vieras El Pequeño Ruiseñor, ni siquiera te acordaste de todas la veces que te compraba anises y garbanzos torrados, ni de los besos breves y entregados que te daba en ocasiones, ni tampoco de las tardes en que ibais de visita a casa de una hermana suya que estaba siempre delicada pero que nadie mentaba qué enfermedad padecía, y tú la veías sentada en su mecedora haciendo alguna labor de punto, y ella te decía siempre lo mismo: Paquico, ¿tienes ya novia?, y tú no respondías porque pensabas ‘vaya pregunta, con cuatro años que tengo cómo voy a tener novia...’, y ella entonces concluía: este es el mudico, no habla, y a la siguiente ocasión, nada más llegar, comentaba: ya está aquí el mudico, y no obstante volvía a interrogar lo mismo: Paquico, ¿tienes novia?, para comprobar que tú guardabas un infantil y sabio silencio, ni de las muchas veces que lo acompañabas a su huerta, que en tu memoria poseía unos misteriosos senderos llenos de flores, (padre, le preguntabas, ¿cómo se llama este árbol, y aquél otro, y el de más allá?, y él con todo cariño, pues encima eras su primer nieto, iba respondiendo: un celindo, un laurel, un limonero...), de nada de eso te acordaste entonces, es curioso, sino que lo que te vino a la memoria cuando él te enfrentó a su cadáver, diez minutos después de expirar, fue el día en que le viste viejo de verdad, antes no te habías dado cuenta, antes le veías como si no fuera a volverse anciano ni morirse nunca, pero aquel día, grabado a buril en tu memoria, notaste que había envejecido, y hasta ella, que siempre fue un torbellino de vitalidad pero que lo adoraba como a un rey, que había compartido con él tres cuartas partes de su larga vida y que en su juventud lo había esperado tres años hasta que volvió de la Guerra de África, dijo siempre que desde entonces le vio arrastrar los pies al andar.

El perrico ratero, que era negro como el azabache con un corbatín tostado que le corría desde el cuello hasta la barriga, no tenía por rabo más que un muñoncillo como medio pulgar apenas y le decíais Voy. La verdad es que siempre te sonó raro aquel nombre, “voy” no era una palabra muy propia para llamar a un perro; luego, años después, caíste en la cuenta que se trataba de “Boy”, sacado quizás de la jerga del Tarzán de entonces, interpretado por Johnny Weissmüller en blanco y negro, pero ya era tarde y tú te quedaste siempre con la grafía española asociada al sonido inglés, que por otra parte, estás seguro, tu abuelo nunca supo que al perro le había puesto por nombre “chico”. El perrico ratero, te acuerdas como si lo estuvieras viendo ahora mismo, era un bullebulle de alegría al que le tuvisteis verdadero cariño hasta su trágico final. Y ese fue el día, en el cual un camión atropellara a Voy (o Boy) al cruzar la carretera general, el que evocaste de pie en la puerta de la alcoba mientras veías cómo su cara, de tu abuelo, desalojada de vida diez minutos antes, tomaba lentamente el color del barro, bajo una humilde y descarnada bombilla de 125 voltios.

La tarde aquella, como tantas otras, con su capaza frutera llena de alfalfa a la espalda, regresaba a casa desde su huerto, donde el pobre se hizo viejo acariciando la tierra ajena que nunca le negó los frutos; el perrillo se retrasaba a veces olisqueando en las calles, sin pavimentar todavía, el rastro de otros animales, luego, al silbido quedo de su amo, levantaba las orejas, venteaba el aire y, como una exhalación, corría a la pata coja hasta su lado. Voy era un animalillo entrañable; tú conservas aún en la memoria cuando jugabas con él incansablemente. Voy, ¡salta!, y daba botes como si llevara un resorte de acero en sus patas. Voy, ¡busca!, y le lanzabas un palito entre las cañas, que luego traía y, glorioso, te lo ponía a los pies. Voy, ¡escarba!, y excavaba con las uñas verdaderas madriguera hasta que su cuerpo diminuto se metía en la tierra y sólo veías, moviéndose de contento, el muñoncillo de su rabo, hasta que le decías: Voy, ¡quieto ya!, o cambiabas de juego. En cambio, tu abuelo, sólo tenía que derramar sobre él una caricia leve, un gesto de su mano cansada, o emitir un sonido amistoso en el idioma común de los hombres y los perros, para comunicarle a Voy el sosiego que le hacía permanecer inmóvil a sus pies con entregada fidelidad.A partir de entonces todo fue una imparable cuesta abajo; le viste descolgársele las mejillas y hacérsele profundos los surcos de las comisuras de la boca, observaste su paso cada vez más inseguro y sus hombros más cargados por los años, y te fijaste en sus manos grandes que se le tornaban cada vez más huesudas y venosas, y notaste sus encías en ruinas y su memoria dificultosa para recordar lo inmediato; pero nunca te negó una sonrisa, hasta en los años postreros en que ya casi no podía tenerse y se pasaba el día sentado en un sillón de mimbre con un baberillo puesto bajo el cuello (los viejos vuelven a la primera edad, se dice de manera confusa) porque se le derraban sin querer hilillos de su boca entreabierta, hasta en ese estado de postración senil, recuerdas, te veía llegar –¡padre!, le decías– y te ofrecía lo poco de su sonrisa. Pero no te acordaste de eso, es cierto, contemplándole estirado en el suelo con el traje negro, el cual ya le caía grande a su cuerpo menguado, sino del día en que le viste llegar cargado con el cadáver de Voy a la espalda, metido en la capaza frutera. De pronto se desvanecieron unas cosas y cambiaron otras: poco después entraste en la adolescencia espigada y abandonaste sin pena las nieblas de la niñez; mientras, en su cada vez más lento caminar, en su voz y en sus silencios tenías presente la vuelta atrás de la existencia en este mundo (él, que te contaba cosas de la vida de antes de tu vida, te confesó una vez, cuando ya había que atarlo al respaldo del sillón de mimbre para que no se venciera: ¡qué lástima!, yo que lo he conocido joven y lo he visto montar de un salto sobre su yegua blanca).
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(Continúa)

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"